𝘏𝘦𝘳𝘦𝘯𝘤𝘪𝘢 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘖𝘴𝘤𝘶𝘳𝘪𝘥𝘢𝘥
La reina estaba sentada en su recámara. La luz tenue de las velas iluminaba los bordes de los muebles, creando sombras que danzaban con suavidad. Hellea, su sirvienta escogida con tanto cuidado por la reina, se encontraba cerca de la ventana, observando la noche y vigilando cualquier movimiento. A su lado, el Argente, quien siempre se mantenía cerca para protegerla, estaba de pie, observando con atención.
Un suave golpe en la puerta interrumpió el silencio. La reina levantó la mirada, y Hellea, rápida y precisa, fue a abrir la puerta. Entraron las costureras, cargando un maniquí cubierto por un vestido deslumbrante. Sobre él reposaba una corona que brillaba como la luz de las estrellas, y un collar exquisito adornaba el cuello de la figura. La prenda era majestuosa, como la propia reina, y en su cintura se destacaba un cinturón dorado, que parecía tener un significado más allá de su simple belleza.
Una de las costureras, con una voz suave, explicó:
-Este vestido ha sido creado para la ocasión, mi reina. El cinturón dorado... se dice que debe ser colocado por un familiar cercano. Es un símbolo de unión.-La reina, mirando el conjunto, se sintió un ligero nudo en el estómago, una mezcla de emociones que aún no había logrado comprender del todo. Entonces, otra de las costureras, con una sonrisa tímida, añadió: -Si lo prefiere, podemos retirarlo. No es necesario que lo lleve si no tiene quien lo coloque.-
Hellea, que observaba todo con atención, también guardó silencio. La reina no se inmutó, sus ojos se fijaron en el cinturón dorado, como si buscara algo en sus detalles.
-No necesito que lo retiren.- respondió la reina con firmeza, una ligera sonrisa curvando sus labios.-Ya tengo a alguien que puede ponérmelo.-
La mirada del Argente se suavizó al escuchar esas palabras, aunque no dijo nada. La reina, con la misma seguridad de siempre, se levantó y caminó hacia el maniquí, donde el vestido y la corona esperaban, una promesa de lo que estaba por venir. La noche había caído, pero el peso de su destino seguía latente, tan cercano como el cintillo dorado que le esperaba.
La reina se acercó al maniquí, la tela del vestido brillando con una suavidad etérea. El cintillo dorado en la cintura parecía llamarla, como si tuviera vida propia, como si aguardara el toque de una mano que lo deshiciera del lugar donde había permanecido durante tanto tiempo.
El Argente, al ver que ella caminaba hacia el vestido, se acercó sin hacer ruido, casi en silencio, como si fuera consciente de la carga que llevaba ese simple acto. La reina lo miró un instante antes de tomar el cinturón con sus manos delicadas, el oro reflejando las luces de las velas.
-¿Estás seguro de esto?- preguntó el Argente con voz baja, un brillo de preocupación en sus ojos. Sabía que el cinturón no solo era un objeto de belleza, sino un símbolo profundo, un recordatorio del pasado de la reina y del futuro incierto que se estaba gestando a su alrededor. Era un lazo de poder que no se debía tomar a la ligera.
La reina lo miró fijamente, una calma inquebrantable en su rostro.
-Lo sé-respondió con una confianza que rozaba lo absoluto. -Este cinturón debe ser colocado por quien es parte de mi familia. Alguien que no se avergüenza de lo que soy ni de lo que debo llegar a ser.-
El Argente asintió lentamente, aceptando lo que no podía cambiar. Se acercó a ella y, con cuidado, comenzó a colocar el cinturón en su cintura. Mientras lo hacía, su mano rozó ligeramente la piel de la reina, un gesto que no pasó desapercibido para ambos. El contacto fue breve, pero lleno de significado, y la tensión entre ellos creció de manera sutil.
Las costureras, conscientes de la intimidad del momento, se retiraron al fondo de la sala, dejando espacio a la conexión entre ellos. Hellea también se apartó discretamente, observando en silencio, sabiendo que este acto representaba mucho más que un simple gesto de vestuario.
Cuando el cinturón estuvo en su lugar, la reina se volvió hacia el Argente. -Gracias.- dijo suavemente, aunque sus ojos hablaban de algo más, algo que aún no se atrevía a decir con palabras. No era solo gratitud lo que sentía, sino una mezcla de confianza y algo más profundo, algo que parecía conectar sus destinos de maneras que aún no comprendían por completo.
El Argente no respondió de inmediato. En su rostro, una sombra de incertidumbre pasó rápidamente, pero su mirada nunca abandonó la reina. Sabía lo que ella representaba, lo que el futuro traía consigo. Sin embargo, ese momento, ese pequeño instante de cercanía, era suyo, y lo atesoraría por siempre.
-Mi reina- murmuró finalmente. -El futuro puede ser incierto, pero si es contigo... será un futuro digno de luchar.-
Ella asintió, y por primera vez en mucho tiempo, se permitió sonreír, no por el peso de la corona que llevaba, sino por la promesa de lo que estaba por venir.
La reina observó su reflejo en el espejo, con el cinturón dorado ajustado en su cintura, sintiendo el peso simbólico que cargaba. Aunque sabía que aún faltaba para la coronación oficial, no tenía dudas sobre su lugar en el trono. Su pueblo la amaba, y ese amor era el fundamento más sólido de su poder. No necesitaba que el consejo la aceptara completamente, porque su reino ya lo había hecho.
El Argente, de pie cerca de la puerta, notó su expresión tranquila pero determinada. Había algo en ella que la diferenciaba de los demás líderes que había conocido. No era solo su juventud o su belleza, sino la certeza con la que asumía su posición. No había arrogancia, sino convicción, un tipo de poder que no dependía de títulos, sino de la confianza que su gente depositaba en ella.
-La reina no necesita permiso para serlo.- murmuró el Argente más para sí mismo que para los demás.
La reina giró al escucharlo, sus ojos brillando con una chispa de curiosidad. -¿Qué has dicho, Argente?-
Editado: 21.02.2025