𝐄𝐥 𝐃𝐞𝐬𝐩𝐞𝐫𝐭𝐚𝐫 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐑𝐞𝐢𝐧𝐚
Las banderas de los reinos ondeaban bajo el cielo encapotado mientras los carruajes avanzaban por el camino polvoriento que conducía fuera de las tierras de Eryndor. El aire estaba cargado de un silencio tenso, roto solo por el sonido de los cascos de los caballos golpeando la tierra endurecida. Los monarcas que poco antes habían estado en el gran salón de la reina Elysia ahora se hallaban reunidos en un claro, lejos de la mirada de los erindorianos.
Mayrinhy descendió de su carruaje con elegancia, pero su expresión estaba marcada por una furia contenida. Sus labios se curvaron en una sonrisa helada mientras observaba a los reyes que se reunían a su alrededor.
-Esa niña ha firmado su sentencia de muerte -declaró el rey Arcthus de Ydran, su voz grave y afilada como una espada.
La reina Seraphine de Valoria cruzó los brazos, su mirada dorada reflejando un atisbo de diversión.
-¿Acaso esperaba otra cosa? Solo una reina sin sentido común se atrevería a desafiarnos de esa manera.
-Su orgullo ha sellado el destino de Eryndor -dijo el rey Edmund de Clyros, con el ceño fruncido-. Si no aprende a inclinar la cabeza, la obligaremos a hacerlo... o a perderla.
El viento agitó los bordes de la capa de Mayrinhy mientras se adelantaba con pasos calculados.
-Elysia Dhioles cree que tiene poder. Cree que, porque ha salido victoriosa de algunas batallas, puede mirarnos desde arriba -sus ojos violetas brillaron con una amenaza velada-. Pero se ha olvidado de algo fundamental: el trono de Eryndor no le pertenece por derecho.
Los monarcas intercambiaron miradas. No era un secreto que la línea de los Dhioles había usurpado el trono generaciones atrás.
-¿Y qué propones? -preguntó la reina Isolde de Valesca con un tono curioso.
Mayrinhy sonrió.
-Que le recordemos que los reinos no se sostienen solo con sangre y conquistas. Se sostienen con alianzas, con favores, con miedo.
La reina Lyriana de Thalos se apoyó en su bastón de marfil, observándola con interés.
-Hablas de quitarle esos cimientos, ¿no es así?
-Exactamente -los ojos de Mayrinhy se afilaron-. Aislémosla. Si Eryndor se queda sin aliados, si sus tierras dejan de recibir comercio, si sus soldados dejan de recibir suministros, ¿cuánto tiempo crees que podrá sostenerse?
El rey Malrick de Drathir soltó una carcajada áspera.
-Parece que tienes un plan, princesa.
Mayrinhy le lanzó una mirada gélida.
-No soy una princesa -su voz cortó el aire como un filo de acero-. Soy una reina.
El silencio que siguió no era de duda, sino de aceptación. Una sombra se cernía sobre Eryndor. La reina Elysia había hecho su movimiento. Ahora, sus enemigos harían el suyo.
La luz de la fogata iluminaba las caras de los reyes, quienes, aún reunidos en el pequeño campamento, se encontraban alrededor de la mesa. El aire, aunque frío, estaba cargado de una tensión palpable. Las conversaciones sobre los planes para despojar a Elysia de su trono se habían detenido momentáneamente, pero todos sentían que algo faltaba, algo que podría cambiarlo todo.
Fue el rey Darius de Astoria quien rompió el silencio con una pregunta que flotaba en el aire desde hace tiempo.
-¿Y qué hay de la profecía? -dijo, sin apartar los ojos de la lumbre. Todos los ojos se volvieron hacia él-. Nadie sabe mucho sobre ella, salvo que habla de un gobernante. Y se dice que esta niña, Elysia, es la elegida. Pero, ¿qué significa realmente? ¿Qué nos dice de ella?
Mayrinhy frunció el ceño, molesta por la falta de información concreta. Nadie en el círculo sabía con certeza lo que implicaba la profecía. Los reyes intercambiaron miradas, y fue la reina Lyriana de Thalos quien habló con una calma inquietante.
-He encontrado a alguien que sabe más que cualquiera sobre la profecía. Alguien que ha estudiado y ha tenido acceso a textos secretos que ni los propios erindianos conocen -dijo, su mirada fija en el fuego-. Está en camino.
El silencio se extendió por unos instantes mientras los demás reyes procesaban la información. Era raro que alguien fuera capaz de aportar algo tan valioso, especialmente en medio de la incertidumbre. Las horas pasaron lentamente, y el campamento creció en su quietud mientras esperaban la llegada de esta figura misteriosa.
Finalmente, al caer la noche, una figura esbelta apareció en el borde del campamento. Su figura alta y delgada destacaba bajo la tenue luz de las antorchas. Llevaba ropas simples de tonos marrones, que contrastaban con la opulencia de los presentes, y sostenía un libro de tamaño pequeño pero grueso, como si fuera algo de gran importancia. Caminó con paso firme y seguro, a pesar de que estaba en territorio enemigo.
El joven se detuvo frente a los monarcas, bajando la mirada solo brevemente antes de alzarla para dirigirse a ellos. La serenidad de su rostro era desconcertante, como si estuviera en su propio terreno, no en el de aquellos que lo rodeaban.
-Soy un mensajero -dijo con voz clara y firme-. Mis ancestros han servido a la realeza durante generaciones, como guardianes de la verdad, encargados de transmitir lo que pocos conocen.
Los reyes intercambiaron miradas, y la reacción no se hizo esperar. El rey Malrick de Drathir soltó una risa burlona.
-¿Tus ancestros? -repitió, mirando al joven con desdén-. ¿Y qué te trae aquí, niño? ¿Acaso crees que tus palabras importan en este momento?
El joven no mostró signos de miedo. Sus ojos, oscuros y penetrantes, no vacilaron ante el desafío.
-Mi nombre no importa -respondió, sin temor alguno-. Lo que importa es la profecía. Estoy aquí para hablar de la más famosa de todas, la que ni siquiera los erindianos conocen completamente. Sólo los encargados de su guardia han tenido acceso a ella.
Mayrinhy frunció el ceño. Aquella declaración la sorprendió, y a la vez, despertó su curiosidad. Se acercó, su expresión cambiando de incredulidad a interés.
Editado: 11.06.2025