Reinado de Dragones

Capitulo 5

Drystan.

(canción: Runaway – Aurora)

Ser prisionero del destino es como deberle algo a la vida misma. Un precio que solo se salda al morir. Ser hijo del rey no me hace distinto: he vivido encadenado a expectativas que nunca elegí. Desde que tengo memoria, he visto a personas morir por el simple hecho de negarse a él. Me enseñaron a amar y odiar según la voluntad ajena. Fui educado por sabios y eruditos que intentaban mostrarme un mundo que yo no podía conocer más allá de los límites del castillo. Me prohibieron amar a una sola persona, porque el linaje debía continuar. A toda costa.

Ser prisionero de mi sangre fue lo que me obligó a alejarme de la única persona que alguna vez creí poder amar hasta el último aliento de mi vida. Estoy condenado, sé que tengo prohibido estar con...

Mi cabeza golpeó contra el techo del carruaje al pasar por un pozo. La sacudida arruinó el trazo de mi pluma; al mirar la hoja del cuaderno, encontré tinta corrida y palabras ilegibles.

—Estúpido pozo —murmuré, arrancando la página para guardarla en uno de mis bolsillos.

El carruaje se detuvo. El castillo se alzaba entre la niebla otoñal, con sus torres grises recortadas contra un cielo que anunciaba un invierno inminente. Respiré hondo antes de descender. Sabía lo que me esperaba: el juicio de un padre al que no se le puede ocultar nada.

—¡ERES UN IRRESPONSABLE! —bramó apenas crucé el umbral de la sala del trono—. No hice que te educaran así. Sabes perfectamente las reglas: todo lo que haces debe serme informado.

—Lo sé, pero… —intenté explicar.

—¡Entonces evítame el dolor de cabeza, Drystan! —me interrumpió, con la furia contenida de quien ya decidió su veredicto.

—Lo lamento —respondí, conteniéndome.

—Has estado demasiado libre últimamente. La libertad es peligrosa —dijo, bajando la voz—. Antes de que acabe el invierno, decidiré con quién te casarás. Que no se diga que el linaje se estanca.

Quise protestar, pero su mirada me atravesó como una espada.

—Vete. No quiero verte hasta la cena.

Salí en silencio, conteniendo la rabia que me quemaba la garganta. Caminé al jardín, donde uno de mis instructores me esperaba rodeado de libros.

—Joven príncipe —dijo con tono neutro—. Hoy estudiaremos la historia de nuestro reino y el conflicto con las criaturas mágicas.

Lo seguí a la biblioteca. Las páginas antiguas crujían al pasar. Una verdad oscura se desplegaba: hace siglos, dos reinos vivieron en paz hasta que uno de nuestros reyes pidió la mano de la hija del rey dragón. Al ser rechazado, ordenó su secuestro. Pero lo que ignoraba era que los dragones mueren si no están con quien realmente aman. Mueren de tristeza.

Lo que acabó desatando una guerra, durante aquel día sangriento, muchas criaturas y soldados cayeron. Las pocas sobrevivientes se ocultaron durante generaciones. Cuando el nuevo rey descubrió que seguían vivas, ofreció dos opciones: someterse o morir. Las que resistieron fueron colgadas, encerradas o quemadas vivas para dar ejemplo.

Desde entonces, nadie volvió a hablar de dragones… hasta los recientes avistamientos.

—Será mejor que deje los estudios por hoy, joven —dijo el instructor, cerrando el libro con cuidado—. Ahora debe practicar defensa.

Asentí. Mientras me dirigía al área de entrenamiento, no podía sacarme de la cabeza la imagen de aquella princesa dragón, condenada por amar a quien no debía. Me sentía más parecido a ella que a cualquier otro de mis antepasados.

Los caballeros estaban ya en sus tareas. Mis ojos buscaron a Javaid. Allí estaba, de pie, con su cabello rizado como la noche y esos ojos oscuros donde podría perderme y no desear regresar jamás.

—Príncipe Drystan —me saludó el comandante—. Javaid lo acompañará a practicar.

Le sonreí con rigidez, pero por dentro algo se encendía.

En uno de los rincones del campo, comenzamos el entrenamiento. Repetía las técnicas con la misma paciencia de siempre, aunque sus movimientos hoy eran más suaves. Más cercanos.

—A estas alturas parezco un loro —dijo, riendo.

—¿Qué es tan gracioso?

—Esto. Nosotros. Fingir que nada pasa mientras todos nos observan.

—No esperaba menos. Aquí todo se repite… menos lo que importa.

—Vaya. El gatito quiere filosofar —se burló, alzando una ceja.

—No me llames gatito —dije, sintiendo el calor subir por mis mejillas.

—Está bien. Pero sigue sonando adorable.

Lancé un golpe más por orgullo que por técnica. Pronto el entrechocar de nuestras espadas marcaba un ritmo familiar. Al final, jadeando, ambos caímos sobre la hierba.

—Escuché que tu padre trajo otro hechicero por tu cabello —dijo, mirándome de reojo.

—Ya me acostumbré a este mechón blanco. No creo que se vaya nunca.

—A mí me gusta. Te hace único —respondió, con una suavidad que me atravesó.

Hubo un momento de silencio. Luego, sin mirarme del todo, dijo:

—A veces pienso en irme. Cruzar los bosques del este, vivir como los forasteros.

—¿Y dejar esto atrás?

—¿Esto…? —Se giró, finalmente encontrando mis ojos.

No supe qué responder. Mi voz se atascó en la garganta. Solo atiné a mirar sus labios, y luego apartar la vista.

—El invierno viene rápido —murmuró, sin moverse.

—Sí. Quizá demasiado rápido —respondí, pero mis palabras se ahogaron al sentir algo. Un escalofrío. No por el frío.

Detrás de nosotros, el viento trajo un susurro extraño, como si las hojas del otoño hablaran. Javaid frunció el ceño.




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