Reinado de Dragones

Capítulo 10:

Hiro

(Canción: Enemy — Imagine Dragons)

Debía regresar a la aldea e informarle al rey que en mi búsqueda no logré acercarme a la montaña, pero que había descubierto la ubicación de una cabaña habitada por cuatro brujas… y una traidora que había decidido unirse a ellas. Tal vez podrían ser útiles para el príncipe Drystan.

Tomé un camino distinto al que había recorrido con Kardelen. En el mapa que le di no marqué una pequeña aldea de campesinos en el Valle Lunar. Era mi ruta de escape, por si algo salía mal. Con algo de oro, podría conseguir un caballo y llegar al castillo mucho más rápido.

Tras una larga caminata y mientras el sol daba sus últimos destellos, vi la aldea a lo lejos. Al entrar, busqué una pequeña posada para descansar y dejar mis cosas. Luego me dirigí a una cantina: necesitaba una bebida, algo de comida y un caballo para partir a la mañana siguiente. Afuera, vi un caballo marrón atado. Tal vez el dueño estuviera dentro.

El lugar estaba casi vacío, pobre como el resto del pueblo. Algunos ancianos y jóvenes bebían en silencio, sumidos en la melancolía. La iluminación era escasa, apenas siete lámparas de aceite. Olía a moho, sudor y desesperanza.

Me acerqué a un hombre mayor en la barra.

—Disculpe, ¿no conoce a alguien que esté dispuesto a vender un caballo? —pregunté, tomando asiento y haciendo una seña para que me sirvieran cerveza.

—¿No eres muy joven para comprar un caballo? —rió—. Ni siquiera podrías comprar un burro.

—Créame, tengo más que suficiente —dije, colocando una pequeña bolsa con cuarenta monedas de oro sobre la barra.

—El viejo Rashel tiene uno de los mejores caballos del pueblo —señaló a un anciano en la esquina.

Tomé un trago, pagué una moneda por la bebida y tres más por la información. Me acerqué a Rashel, puse una silla frente a él y me senté sin más preámbulo.

—¿Usted es Rashel, cierto? Me dijeron que tiene uno de los mejores caballos del pueblo. ¿Cuál es su precio?

—Veinte monedas de oro —respondió sin mirarme—. Es el que está afuera.

—Hecho —dije, entregándole las monedas sin regatear.

—Se llama Rika —dijo, guardando el oro.

Todo había salido como lo planeé. Llevé a Rika al establo de la posada y me preparé para partir al amanecer.

Los gallos cantaron. Cargué mi bolso, subí a la yegua y partí hacia el castillo. El cielo estaba gris, el viento frío me golpeaba el rostro. Rika demostró ser veloz. Si mantenía ese ritmo, llegaríamos antes del mediodía. Justo al alcanzar la aldea principal, me subí la capucha y avancé hasta la entrada del castillo.

—¡Alto ahí! —gritó un guardia—. ¿Quién es usted?

—Hiro Kaito, explorador real —respondí, bajando del caballo y descubriéndome el rostro.

Las puertas se abrieron y uno de los caballeros me escoltó hasta la sala del trono. El rey conversaba con el comandante Khair.

—Hiro, cuánto tiempo —me saludó Khair—. El rey me dijo que tu misión nos traería buenas noticias.

—Así era, señor —respondí.

—¿Qué te trajo de regreso, Hiro? —intervino el rey Andeus Idris.

—Majestad, comencé mi viaje con complicaciones. Terminé siendo acompañado por la hija del doctor Harold. Al principio parecía una buena decisión… pero todo cambió cuando una serpiente me mordió y acabamos en una cabaña habitada por brujas.

—¿Brujas fuera de la aldea? —intervino Khair, frunciendo el ceño.

—Cuatro —asentí—. Y convencieron a la hija del doctor de traicionar a su rey.

—¿El doctor Yseult sabe esto? —el rey alzó la voz.

—No todavía, majestad.

—Mejor así. Khair, prepara a tus mejores hombres. Quiero a esas traidoras frente a mí. Si se resisten, acaben con todas —ordenó el rey con frialdad.

—Sí, su majestad —respondió el comandante, haciendo una reverencia antes de retirarse.

—Hiro, puedes retirarte. Haré que te envíen tu pago por la información —dijo el rey.

—Majestad, me atrevo a sugerir que se evite la ejecución de todas. Según entiendo, conocen la ubicación de los dragones.

—No te preocupes, muchacho. Gracias a un viejo conocido, ya tenemos un infiltrado entre los dragones. Solo falta que cumpla con su parte —sonrió—. Puedes retirarte.

Asentí con una reverencia. Antes de abandonar el castillo, me tomé la libertad de dar un rodeo por los jardines. No porque extrañara la vista. Hay lugares donde la información crece como malas hierbas, y este siempre fue uno de ellos.

El sendero estaba húmedo, y la quietud en el aire era casi teatral. Las flores marchitas por el otoño ocultaban bien mis pasos. Me moví entre los arbustos con la facilidad de alguien que ha aprendido a no ser visto. Y entonces los encontré.

Drystan y su fiel caballero, Javaid.

Estaban tendidos sobre el césped, respirando con dificultad tras lo que parecía haber sido un duelo amistoso. Pero sus gestos no hablaban de combate. Hablaban de otra cosa.

Los observé con atención. Las miradas que se desviaban y volvían. El silencio que no incomodaba, sino que acariciaba. Las palabras bajas que no pude oír, pero que cargaban más peso que cualquier grito.

Y luego, la tensión. Javaid dijo algo. Drystan lo miró, y por un instante, lo vi dudar. No en la estrategia o el deber. No. Dudó de sí mismo.

Lo vi mirar sus labios. Apartar la vista. Respirar como si temiera que el aire quemará.

Entonces ocurrió. Ese instante perfecto en el que ambos sintieron algo. Un escalofrío. Miraron alrededor.

No me vieron, por supuesto. Pero sabían que alguien estaba ahí. Lo sentían. Como presas que intuyen al cazador.




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