Javaid
(canción: you should see me in a crown — Billie Eilish)
El otoño cubría el palacio con su melancolía grisácea. Y con él, las nuevas órdenes del rey: capturar a cuatro brujas y una traidora. Aunque aún no habíamos recibido la convocatoria formal, sabía que la espera sería breve. Por eso me dirigí a uno de los jardines interiores, donde él acostumbraba pasar las últimas horas de libertad antes de cualquier partida.
Drystan ya estaba allí, apoyado contra una columna, con la expresión ensombrecida por pensamientos que no compartía con nadie.
—Tardaste más de lo habitual —dijo sin girarse.
—Me disculpo, alteza. Asuntos menores.
Él extendió su mano hacia mí. Una invitación silenciosa, pero cargada de costumbre. La tomé, sin apuro, y tiré suavemente de él para ayudarlo a levantarse. Cuando iba a soltarlo, su agarre se volvió firme. No me soltó. Me arrastró consigo hacia el jardín, como si quisiera retener lo que estaba a punto de perder.
—Imagino que no entrenaremos esta vez —comentó con una sonrisa ladeada, de esas que esconden nostalgia.
—¿Tan contento estás por librarte de mí? —respondí, disfrazando la mordacidad con una sonrisa liviana.
—No bromees. No ahora —dijo, mirándome directo a los ojos. Su voz sonaba más suave de lo usual—. No me gusta cuando te vas. Siempre me queda la sensación de que esta podría ser la última vez.
—¿Y si lo fuera?
Su mirada titubeó apenas.
—Entonces me quedaría con esto. —Sacó algo del bolsillo interior de su abrigo: un pequeño trébol, de un tímido—. Prometeme que volverás.
Lo observé un momento antes de tomarlo.
—Lo prometo. —Pero las promesas no detienen espadas. Ni ambiciones.
—No cambies. Por favor —susurró, tan bajo que casi fue una plegaria.
Lo miré una vez más. Hay cosas que no deben decirse en voz alta. Especialmente cuando uno no está del todo seguro de querer que sean ciertas.
—No lo haré.
A lo lejos, alguien gritó mi nombre. El deber, siempre puntual.
Me giré, pero antes de marcharme, él me sostuvo del brazo con fuerza inesperada. Su mirada, tan limpia, me desarmó por un instante. No por ternura, sino porque me recordó que si algún día caía... su corazón se rompería. Y el mío, no.
Le dediqué una última sonrisa y me dirigí a la armería. Allí tomé y colgué mi arco y flechas en la espalda, y enfundé mi espada en el cinto. Una vez armado, me dirigí a paso apresurado a la caballería por un semental.
Todos comenzamos a subir a nuestros caballos, y algunos soldados se despidieron de sus familias. Por mi parte, estaba acomodando la montura de mi caballo cuando vi a Drystan a la distancia con una mirada preocupada.
—¡Muchachos! —gritó mi padre—. Escuchen bien: el rey nos ha solicitado traer a las brujas y a una traidora. Nos enfrentaremos a criaturas en nuestro viaje. No quiero lloriqueos y mucho menos que retrocedan. En nombre del rey y la corona acabaremos y condenaremos a cualquier traidor.
—¡Por el rey! —gritamos todos los sverde oldados.
Con el sol poniéndose frente a nosotros, comenzamos a dirigirnos al bosque al pie de las montañas Pico de Cuervo. Sentí un leve pinchazo en el pecho al recordar el pequeño trébol que había guardado. La imagen de Drystan sonriendo, vulnerable, se impuso por un instante en mi mente… y lo odié un poco por eso. Por hacerme sentir.
Pero no podía permitirme distracciones. Ni siquiera por él.
El afecto es un arma blanda. Y yo no vine al mundo a blandir flores.
Volví la vista al frente, endureciendo la mandíbula. Si el príncipe confiaba en mí, debía usarlo con inteligencia. No por traición ,me decía a mí mismo, sino por propósito. Hay caminos que sólo se abren para quienes saben empujar puertas con la sonrisa justa.
El bosque era peligroso, por eso el comandante nos indicó detenernos cerca de la pequeña aldea que se alzaba fuera de los límites del reino. Una noche de descanso antes de adentrarnos en la caza.
—Comandante, ¿cómo sabemos si esta aldea es de nuestros aliados? —cuestionó un soldado.
—El explorador Hiro Kaito estuvo aquí hace algunos días. Si alguien más cree tener más información que la que el mismísimo rey me proporcionó, que hable —respondió molesto, mirando desafiante al joven.
El comandante Khair, o como yo le digo, mi padre, suele ser muy temperamental. No soporta que nadie se crea superior a él, pues ha sido la mano derecha del rey desde hace ya demasiado tiempo; el suficiente para ganarse una hermandad con él… y el resentimiento de muchos. Pero siempre me recuerda: “Jamás olvides el lugar que te corresponde ante el rey y su hijo.”
Y, aunque me arda admitirlo, tiene razón. Involucrarme demasiado con Drystan no solo sería imprudente, sería suicida. Si él lo deseara, si algún día dejara de sonreírme y decidiera que soy una molestia, bastaría una palabra para condenarme. A veces olvido esa realidad. Olvido mi lugar. Porque su cercanía confunde a mi corazón… y lo debilita.
Cada vez que lo miro a los ojos, una calidez traicionera me inunda. Me descubro temblando, como si una parte de mí, la más estúpida, aún creyera que esto podría significar algo. Me detesto por eso. Me detesto por cómo se acelera mi pulso, por cómo se agita mi respiración. Nadie debería tener ese poder sobre mí.
Y, sin embargo, lo tiene.
Recuerdo aquella vez que regresé herido de una misión. Él vino corriendo con el médico real, exigiendo que me atendieran como si yo fuera más que un simple soldado. Pasé la noche delirando por la fiebre… y él se quedó allí. A mi lado. Desvelado, atento, con esa mirada que no supe leer del todo.