Reinado de Dragones

Capitulo 13

Kardelen

( Canción: As the World Caves In – Sarah Cothran)

Esa mañana, Xylia y Aideen se habían marchado temprano para reunirse con la reina. Eira y yo decidimos aprovechar el día soleado para internarnos en las profundidades del bosque y recolectar frutas y hierbas frescas. Salimos por la puerta trasera de la cabaña con una cesta en mano y el ánimo ligero. El rocío aún brillaba sobre las hojas, y el canto de las aves tejía una melodía suave que parecía dar la bienvenida a cada uno de nuestros pasos. El aire olía a tierra húmeda y flores recién abiertas.

—Este lugar es mágico —murmuré, cerrando los ojos por un momento para disfrutar del aroma del bosque.

—Lo es —respondió Eira con una sonrisa—. Hay días en los que me pregunto si los árboles también nos escuchan.

Nos internamos en un claro donde el sol se filtraba entre las ramas, salpicando el suelo de luz. Eira comenzó a recolectar un poco de musgo naranja adherido a un tronco caído. Observé la delicadeza con la que lo hacía, como si temiera despertar al árbol.

—¿Ryu se parece mucho a la reina? —pregunté, rompiendo el silencio que nos envolvía como una manta tibia.

—Ryu es una copia fiel de ella, hasta en la forma de mirar —respondió, cortando con cuidado un pequeño manojo—. En cambio, Kier... es igual a su padre. El rey dragón era temible, pero justo.

—¿Su hermano menor? —pregunté mientras le extendía un frasco abierto.

—Mayor. Kier era el heredero, pero se enamoró de una elfa. Renunció al trono por amor, y así fue como Ryu se convirtió en rey —explicó, cerrando el frasco con un leve clic.

—¿No puede ser rey por estar enamorado de ella?

—No, Kardelen… —suspiró con ternura—. El rey debe desposar a un dragón o a una dragona, para mantener la pureza del linaje. Pero Kier nunca miró a nadie más. La amaba demasiado. No dejó espacio para la corona.

Sonreí, aunque en mi pecho se formó un nudo difícil de explicar. La idea de renunciar a todo por amor me parecía tan hermosa como peligrosa.

Seguimos recolectando con calma. Encontramos hongos en la base de un roble y unas bayas pequeñas con tonos azulados que Eira identificó con una alegría infantil. Me contó sobre cómo descubrió su afinidad con la tierra, cómo la sentía vibrar bajo sus pies, cómo escuchaba su latido. Me habló de las otras brujas, de cómo algunas habían sentido su conexión desde niñas y otras habían tardado años en encontrar su elemento.

Perdimos la noción del tiempo. La cesta rebosaba de pequeños tesoros del bosque, y el sol ya no se filtraba tan vertical. Decidimos regresar mientras comíamos algunas de las frutas que habíamos empacado temprano.

Entonces la vi.

Una delgada columna de humo oscuro elevándose sobre los árboles, recortando el cielo azul.

Me detuve en seco.

—¿Viste eso? —pregunté, tratando de que mi voz no sonara tan tensa.

Eira entrecerró los ojos, protegiéndose del sol con una mano.

—Sí... quizás cazaron algo y lo están cocinando —dijo con una risa nerviosa que se desvaneció demasiado pronto.

Pero mientras nos acercábamos, el olor nos golpeó con fuerza. No era el aroma de carne asada, sino el de madera quemada, el de destrucción. Cada paso aceleraba mi pulso, y el canto de las aves que antes parecía acogedor ahora se sentía lejano, reemplazado por un silencio denso y asfixiante.

—Esto no está bien... —susurró Eira, apretando el paso.

Y entonces la vimos: la cabaña reducida a cenizas, con algunas pequeñas llamas aún resistiéndose a morir. Me detuve. Mi cuerpo no reaccionaba, no podía moverme ni respirar. Eira se tapó la boca con una mano, los ojos llenos de lágrimas.

Un solo nombre atravesó mi mente con violencia, como un trueno: Hiro.

Rodeamos lo que quedaba de la estructura, tropezando con escombros, con la garganta cerrada por el humo y el miedo. No hablábamos. No podíamos. Sólo el crujido de las brasas bajo nuestros pies y el olor a ceniza lo llenaban todo.

Buscábamos con la mirada, con el cuerpo, con el alma.

—¿Hermana...? —La voz de Eira fue un susurro que se quebró apenas nació. Se le rompió en la garganta como si el nombre hubiera sido demasiado pesado de pronunciar.

Yo me detuve. Todo mi cuerpo se congeló. Delante de nosotros, una figura menuda yacía en el suelo, envuelta en un manto de quietud terrible.

—No puede ser... no... no... —balbuceé, y las lágrimas comenzaron a brotar sin aviso, ardientes, como si quisieran quemarme por dentro.

Mis rodillas cedieron. Me desplomé como una muñeca rota, hundiendo las manos en la tierra ennegrecida. A lo lejos, vi a Kenji correr hacia mí, su rostro tenso y pálido, pero apenas lo registré. La escena me devoraba.

Ryu abrazaba a Eira, intentando sostenerla mientras su cuerpo se doblaba sobre sí mismo en un grito mudo. Y en el centro de todo, estaba él: un joven de cabello negro y rostro cerrado, sosteniendo el cuerpo sin vida de Odine, como si aún pudiera devolverle el calor con su abrazo.

No había consuelo. Solo un vacío inmenso.

—¿Qué... qué sucedió...? —logró articular Eira, con la voz rasgada, como si cada palabra le costara un trozo de alma.

Ryu cerró los ojos con fuerza, los puños temblándole a los costados.

—Vinieron los hombres del rey —dijo, y cada palabra fue como una piedra lanzada al pozo de nuestro dolor—. Venían por ustedes. Ambrose intentó detenerlos, negociar... pero no les importó. La mataron. No dudaron ni un segundo.

—¡No! ¡No, no, no! —Eira se soltó de sus brazos y se arrojó junto a Odine, abrazándola con desesperación—. ¡Despierta, por favor, despierta! ¡Odine! ¡ODINE!




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