Hiro
Vi partir a Javaid junto con los demás caballeros. El palacio quedaba más silencioso, más vulnerable. Perfecto. El momento ideal para acercarme al príncipe Drystan y comenzar a mover las piezas del tablero.
Caminé por los pasillos con la tranquilidad que me daba mi cargo; ser el explorador real tenía sus ventajas, entre ellas, la libertad de moverme por el castillo sin levantar sospechas. Sabía exactamente dónde encontrarlo en la biblioteca, su ridículo refugio de pergaminos y fantasías heroicas.
Lo encontré ahí, por supuesto, absorto en algún escrito sobre la historia del reino. Su nivel de distracción rayaba en lo patético. Una sonrisa se curvó en mis labios, una que no le mostré, por supuesto, y avancé hasta sentarme frente a él. El susto que se llevó fue casi gracioso.
—Hiro… qué susto me has dado —balbuceó, llevándose la mano al pecho como si fuera una doncella.
—Mis disculpas, mi príncipe. Lo buscaba con urgencia —dije, adoptando un rostro preocupado que ya había ensayado incontables veces.
Me observó con esa mezcla de confianza y torpeza que tanto lo caracterizaba. Lo peor de todo era que se creía astuto. Esa ilusión de control era su mayor debilidad. No veía que, desde hacía tiempo, tenía la soga al cuello. Solo faltaba apretar.
—Príncipe Drystan —dije con voz suave, casi inquisitiva— ¿qué sucede entre usted y el caballero Javaid?
Su reacción fue inmediata: los ojos abiertos, la garganta que tragaba en seco, la mirada escapando hacia los rincones de la biblioteca como buscando una vía de escape.
—¿A qué te refieres, Hiro? —intentó sonar tranquilo, pero sus manos lo traicionaban, temblando como ramas al viento.
—Escuché a unas mucamas cuchicheando. Decían que lo vieron a usted y a Javaid demasiado… cercanos en un jardín —mentí sin vacilar— Me pareció prudente venir directamente a la fuente antes de que el rumor se propague. Después de todo, alguien debe velar por su imagen, majestad.
Lo observé sin pestañear, disfrutando del momento en que se daba cuenta de que ya no tenía el control. Si alguna vez lo tuvo.
Vi sus ojos vacilar y el ceño fruncirse, perdido en preguntas que no podía evitar. ¿Quién los había visto? ¿Cuándo los atraparon? ¿Acaso esa vez que sintió una mirada furtiva entre los arbustos no fue una paranoia pasajera, sino una amenaza real?
Lo vi dudar, lo vi caer.
—Príncipe —dije con suavidad, fingiendo cercanía, y tomé una de sus manos entre las mías. Estaba helada, vulnerable. Tan fácil de leer, tan simple de controlar.
—Hiro… te lo contaré todo —susurró con la voz rota— pero tienes que decirme quiénes fueron esas mucamas.
¡Lo tengo! pensé. Había caído por completo en mi red, atrapado entre la culpa y el miedo, creyendo que aún podía negociar. Qué ridículo.
Asentí con lentitud, ocultando el júbilo detrás de una máscara de comprensión. Por dentro, ya sentía el peso de las cartas alineándose a mi favor. Ahora las piezas estaban en mi tablero, y yo era el único que sabía jugar.
—Hiro… Llevo años enamorado de Javaid, pero aún no se lo he dicho. No puedo… y mucho menos ahora que sé que mi padre planea mi boda —suspiró, la frustración marcada en cada palabra— Nadie puede saber lo que siento por él. Y nuestros encuentros… solo fueron eso… encuentros.
Había confesado. La joya más preciosa de su fragilidad, puesta en mis manos sin siquiera dudarlo. Quería creer que todavía tenía el control de su vida, cuando en realidad acababa de regalarme la llave de su destrucción.
—Majestad, lo que dice… es algo preocupante —murmuré, adoptando un gesto de preocupación cuidadosamente ensayado.
Él asintió, mordiéndose el labio.
—Por eso necesito que me digas el nombre de esas mucamas. Debo… debo deshacerme de ellas. Sacarlas del palacio —dijo, con una desesperación que casi me resultó patética.
Perfecto. Esa era la grieta por donde debía entrar. Este idiota ya no pensaba con la cabeza, sino con el miedo. Y el miedo era el mejor material con el que se construyen los títeres.
—No creo que solo echarlas del palacio sea suficiente, majestad —dije en voz baja, como si lo lamentara— Incluso podrían hablar… afuera. Las palabras vuelan, incluso fuera de estos muros.
Lo vi tragar saliva con fuerza. Se debatía entre la culpa y la necesidad de protegerse.
—¿Dices que… deberían matarlas? —susurró, con el rostro pálido.
—Yo puedo hacerlo por usted —respondí con calma, esbozando una sonrisa medida, tranquilizadora, como quien ofrece apagar un incendio con elegancia— Así nadie más se verá involucrado en este secreto.
Y ahí estaba. Su alma, entregada en bandeja. No por amor, ni por confianza. Por debilidad. Y yo sabría muy bien qué hacer con eso.
—¿Tú… harías eso? —preguntó, sorprendido, casi con una chispa de esperanza en los ojos.
Qué ingenuo.
—Mi lealtad está con el reino, y usted es su único heredero —dije con firmeza, sin apartar la mirada— También debo protegerlo… a toda costa.
Drystan asintió, tragando su vergüenza como si fuera nobleza.
—Gracias, Hiro —murmuró, débil, pequeño.
Le devolví una sonrisa amable. Una que él interpretó como lealtad. Una que, si tuviera un mínimo de lucidez, debería haberle helado la sangre.
Me puse de pie con calma y me dispuse a salir de la biblioteca, asegurándome de cerrar la puerta con el mismo sigilo con el que había entrado.
Ahora lo tenía todo servido en bandeja de plata, pero antes de empezar a mover las piezas del gran juego, había algo que debía hacer. Debía encargarme de dos estúpidas mucamas. Inocentes, sí, pero innecesarias. Y en este tablero, no hay lugar para piezas inútiles.