Oguen era una de las cinco ciudades pertenecientes a Ormon, la capital. Como la mayoría de las ciudades, estaba dividida en sectores, de un lado se encontraba la villa de los acaudalados compuesta por el gobernante, los comerciantes y familias de alta alcuña de historiadores, artistas de renombre, diseñadores y lores. Luego venían los acomodados, como curanderos y boticarios que manejan pequeños locales, los cazadores y vendedores de la plaza, algunos músicos, maestros y agricultores, y claro: los guardias.
Más hacia el bosque se hallaba la llamada villa de los inmortales, que es donde vivían aquellos poseedores de magia. Inicialmente esa villa era otra más de clase media donde en su mayoría habían curanderos y casas de juego, pero cuando el primer mestizo llegó, el resto de las familias se apartaron como si este estuviera contagiado con la peste. Desde entonces está compuesta en su mayoría por familias con magia que se dedican a la medicina u otros quehaceres un poco más desviados de lo mundano.
Aunque cada territorio tiene ciudades enteras solo para inmortales, entre el resto también pueden encontrarse inmortales o mestizos.
Y finalmente estaban ellos. Apiñados en una villa al final de la ciudad, justo donde reposaba la choza de Maya, viviendo del trabajo diario, lavando la ropa de los de las villas superiores, limpiando los pisos de las calles, trabajando doce horas corridas en el mercado por una moneda de cobre. Cociendo hasta que los dedos sangren para las familias acomodadas, o las ricas. Y ahí mismo también se encontraban los que vivían de las sombras, únicamente contando con la habilidad de sus manos, como ella.
Oguen era considerada una ciudad para turistas, hermosa en los lugares indicados, aunque todo Ormon lo era. Eso se debía a que el principal atractivo como territorio siempre había sido el placer. Gente de todas partes, humanos o inmortales, llegaban hasta allí para disfrutar de todo aquello que su país tenía para ofrecer: enormes y sofisticados casinos y casas de placer, arenas de peleas que se teñían de sangre cada noche, para saciar el placer de los apostadores y llevar un pedazo de pan a la familia del pobre diablo que sobreviviera. Burdeles, teatros de todo tipo: música, artes, danza y por supuesto: mujeres y hombres, los más bellos de todo Égona según las lenguas de los heraldos.
Algunos hacían todo el viaje simplemente para escuchar su destino de boca de alguna mujer que se hacía llamar bruja. El solo pensamiento conseguía sacar una risilla de los labios de Maya, los ricos eran demasiado ingenuos.
Se mezcló entre los puestos de telas, cachibaches y comida que rodeaban el mercado. Los vendedores gritaban frenéticos las ofertas de sus productos, mientras las señoras, señoritas o mujeres del servicio, observaban desde la protección de sus sombrillas qué llevar.
El olor del pan fresco fue suficiente para recordar a su dolorido estómago que esa mañana había salido de casa sin probar bocado; se adentró un poco más en el mercado e imitó a las mujeres de la ciudad, fijando una mirada de superioridad y un gesto desinteresado en el rostro, procurando verse tan desagradable como ellas.
Robar era considerado un crimen grave en todo Égona, y era castigado por los vigilantes de manera contundente. Ellos eran la guardia principal de los dioses asignados a cada territorio bajo el mando de sus gobernantes mortales para hacer cumplir la ley. Si alguien tomó un trozo de pan, un azote en las manos; robó de una a cinco monedas de oro, perderá un dedo; robó algo de mayor valor, perdía la mano completa.
Estas leyes, según los dioses, ayudaron desde siempre a mantener el orden en Egona, impuestas por el dios de luz Tristan, padre de la creación. Sin embargo, en Oguen esas leyes no hacían mucho. Ormon era conocido delante del mundo como el rincón del engaño y casa de los astutos.
Tal vez el hecho de que el país fuera visto como el destino preferido de los ricos para buscar placer y diversión, además que la profesión más vista es la de artistas, había servido de mucho para vivir con menos vigilancia. Por eso aunque se considere robar como un crimen, para ella era un arte.
Las señoras y vendedores se movían a su alrededor, muchas de ellas turistas que llegaron a Oguen por telas, adornos, pinturas, placer... O cualquier cachivache. El bullicio fue pasando a segundo plano en su cabeza, concentrada únicamente en el roce de los cuerpos que pasaban a su lado. Tomó el ritmo de sus acompañantes y sin dificultad se unió al vaivén del mercado, a los pasos acelerados e indecisos que pululaban a su alrededor, sus manos jugaban un juego propio. Danzando a un ritmo imperceptible, mientras que su túnica se iba haciendo cada vez más pesada sobre su cuerpo.
Antes de retirarse sacó una moneda de cobre recién adquirida, cortesía de las damas que la rodeaban y se acercó a un puesto de frutas a comprar una manzana para calmar cualquier sospecha y de paso el rugir de sus tripas. El vendedor con la piel agrietada por el cansancio y tostada del sol la miró con gesto imperturbable mientras que ella le regalaba la mejor de las sonrisas.
Tenía la respiración atascada; corría por las últimas calles de la villa de los acaudalados hacia un sector un poco alejado de las zonas residenciales donde las construcciones estaban a medio terminar.
Frenó su carrera por un segundo y luego tomando impulso trepó las paredes hasta la ventana superior de una edificación sin terminar y entró por ella. El edificio iba a ser más glamuroso que cualquier otro, notó Maya al inspeccionar el lugar, tenía pisos en mármol pulido de un negro profundo, columnas en granito blanco y altos y claros techos abovedados que le recordaron a los del teatro.