Reino de héreoes y dragones

11. La busqueda del tesoro

Maya no se había permitido relajarse, había logrado cruzar apenas el primer obstáculo, si las criaturas no la hubiesen ayudado, tal vez ella no estaría allí. El sol estaba cada vez más alto, lo que solo indicaba que se había demorado demasiado tratando de pasar la arena, debía compensar el tiempo perdido.

Sus pies avanzaban con rapidez sobre la grama mientras seguía el camino indicado en el mapa, estaba a punto de girar para llegar a la falda de la montaña cuando un jadeo la hizo detenerse. Al principio creyó que lo había imaginado, pero lo volvió a escuchar, esta vez un poco más fuerte. Maya cerró los ojos con fuerza y mordió su labio inferior. — Se supone que debo seguir avanzando. Pensó — Pero no podía, tal vez el dueño de aquel jadeo estaba en aprietos. Maldiciendo por lo bajo, se desvió hasta llegar al lugar de donde provenía el sonido, cuando sus ojos hallaron al causante de este, toda la sangre abandonó su rostro por completo. 

Enredado en el tronco de un árbol se encontraba el joven de cabello azabache, las ramas aprisionaban cada vez más al muchacho y este se contorsionaba de dolor. — Todo en el bosque está vivo — Muchas veces Maya había leído eso en los libros de historia o magia, sin embargo, nunca había visto algo como aquello. 

Este tipo de árboles era especial, solían llamarlos Mortíferos Amet. Se caracterizaban porque sus ramas se levantaban del suelo y cazaban a sus presas, aprisionando sus cuerpos en un abrazo mortal hasta fundirlas en el tronco. Trató desesperadamente de encontrar algo para poder liberarlo, pero no había nada, solo piedras y más ramas. Incapaz de rendirse, tomó una de las piedras, la que vio más afilada y se lanzó hacia el tronco, sus manos le sangraban mientras trataba de romperlas pero era inútil. Una de las ramas trató de llegar a ella, y tuvo que separarse.

El chico la veía con el rostro contorsionado, el pánico en sus ojos la hacía estremecer.

— E… el silbato — 

La voz del muchacho salía entrecortada y a Maya le costó un poco entender lo que decía, pero cuando lo hizo, volvió a correr hacia donde él estaba y antes que las ramas cubrieran del todo su torso, arrancó la cuerda que sostenía el silbato. Pero ella no podía tocarlo, debía ser él mismo quién lo hiciera, sino ella estaría eliminada. Maya acercó el pequeño artefacto a los labios del chico y le dijo que soplara. El joven lo sostuvo entre sus labios y lo hizo sonar. 

Todo el cuerpo de Maya temblaba y la angustia de pensar  que él estaba a punto de morir de una manera atroz sin que ella pudiera ayudarlo la estaba acabando. Cómo pudo trató de decir palabras tranquilizadoras, mientras sus ojos se dirigían al cielo — ¿ Por qué tardan tanto? — 

Entonces lo vio, un dragón gris apareció en el cielo,  Maya gritó y comenzó a mover sus manos con desesperación, hasta que el animal descendió con rapidez en su dirección. No era un dios el que venía montando, era uno de los héroes. Un guerrero. El mismo que había visto antes y que parecía demasiado joven.

No podía tener más de veintisiete años, su piel era del color del caramelo y sus ojos oscuros al igual que su cabello. Su cuerpo evidenciaba largas horas de entrenamiento. Cuando el guerrero vio al chico, profirió una maldición para luego desenvainar su espada. Antes de llegar del todo hasta  él, se giró y posó sus ojos en ella.

— Ya puedes irte, yo me encargaré. — Su voz era áspera, y a Maya no la dejaron más tranquila sus palabras.

— ¿Él va a estar bien? 

El guerrero apretó la mandíbula con fuerza, y la miró fijamente.

— Va a vivir si me apresuro. Ahora vete si aún quieres ganar la competencia.

Y eso fue lo que hizo, aún con el cuerpo tembloroso corrió con todas sus fuerzas hacia el camino que le correspondía, sentía el ardor de sus músculos exigiendo que frenará, pero no podía, había perdido tiempo, demasiado tiempo y ahora podría no entrar al torneo. Pensó en Etria y sus palabras vibraron en su mente haciéndola moverse con mayor ímpetu. Giró en la esquina, casi resbalando con la tierra, y trató de controlar su respiración mientras continuaba corriendo. 

Entonces el cansancio pasó a un segundo plano y la pesadez en sus piernas se sintió más liviana, todo pareció encajar a su alrededor y ella solo podía correr; por un segundo, creyó que sus pies habían dejado de tocar el suelo de lo rápido que se estaba moviendo. Cuando divisó la montaña se permitió bajar el ritmo. Sacó el mapa del bolsillo trasero y con el dedo índice trazó sobre el papel el camino que debía tomar.

Sin embargo, antes de dirigirse a la montaña, se desvió hacia su izquierda, donde el sonido del agua corriendo se hacía más fuerte. Un pequeño riachuelo corría entre la grama y la arena, los peces podían verse desde arriba y la boca de Maya se sintió pastosa al instante. Sin pensarlo dos veces se dejó caer de rodillas y juntando sus manos llevó el agua hasta sus labios. Bebió todo lo que pudo hasta sentirse satisfecha, aún le faltaba un largo camino, necesitaba estar hidratada. Antes de irse lavó sus manos y quitó la sangre de estas, los cortes eran pequeños pero aún así escocían en su piel.

Al incorporarse, se encaminó con detenimiento hacia el inicio de la montaña, donde según el mapa que llevaba, tendría que rodear la falda de la misma hasta cruzar al otro lado. Había dado apenas dos pasos cuando el sonido de un silbato atravesó el aire. Su cuerpo se mantuvo estático por un segundo, para después comenzar a correr con renovado vigor. 




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