Reino de héreoes y dragones

28. Despierta

Maya nunca había salido de Ormon, de hecho muy pocas veces había salido de Oguen, su ciudad natal; por eso al estar volando sobre Naralyn, capital de Atland y la ciudad del dios de luz, ella no dejaba de sorprenderse. Sus ojos se movían ansiosos por todas partes, absorbiendo todos los detalles que desde la distancia podía apreciar. Allí, los techos eran más altos y las calles mucho más amplias y coloridas. 

Donde en Ormon se respiraba un aire de comercio, desesperación y placeres, Naralyn era majestuosidad, abundancia y luz. Incluso mientras se acercaban cada vez más al inicio del bosque y las casas se hacían más pequeñas, seguían resultando mucho más amplias que aquella choza en que ella vivía.

En Ormon, era común encontrar grupos de hombres armados, dispuestos a adentrarse en los bosques. Cazadores. Muchos iban de cacería normal, pero otros se encargaban de ir por más. Esos eran los que Maya llamaba carroñeros. Seres llenos de putrefacción, que se encargaban de cazar criaturas mágicas de las maneras más atroces para luego vender alguna parte de su cuerpo a las hechiceras y curanderas de Ormon. Pese a ser humanos, se rumoraba que habían hecho hechizos sobre ellos mismos para hacerse más fuertes y poder enfrentarse a sus presas.

En Naralyn también se veían muchos grupos de hombres armados, pero estos no estaban ni cerca de parecerse a los que ella estaba acostumbrada. Todo en ese lugar se veía mucho más oficial. Imponente. Eso hacía que sus nervios se dispararan con el pensamiento que podían descubrirla. Allí unas pocas monedas en soborno no la sacarán del apuro, en cambio, sólo darían una razón de peso para que Tristan pueda acabar con ella de manera definitiva. 

El viento seguía soplando con fuerza sobre su rostro, y las alas del animal batían una y otra vez impulsandolos cada vez más alto en el aire. Debajo de ella  el bosque se hacía más amplio, espeso y visible; y con él los guardias que lo custodiaban. Como si Iskra hubiese intuido su miedo ascendió mucho más en el cielo, mezclandose con el rastro de colores que quedaba en él y en poco tiempo los guardias no fueron más que pequeños puntos sin forma bajo sus pies. Se imaginaba que ellos debían verse de la misma manera.

La espesura del bosque estaba debajo de ellos mostrándoles toda su grandeza. Las copas de los árboles se veían cada vez más cerca mientras Iskra descendía por los cielos acercandola a su destino. Maya casi podía rozar con sus dedos las hojas de los árboles más altos. Un resoplido del animal le hizo saber a Maya que era el momento de decidir bajar, pero justo en ese momento cayó en cuenta que no tenía idea de dónde encontrar a Etria. Anjana simplemente había dicho “ve al bosque” esa había sido una descripción bastante pobre de su parte.

Sin embargo, recordaba como Etria acudió a su llamado en el bosque cuando resolvió el acertijo, o cuando recibió la carta para entrar al torneo. Debía aferrarse a que en esta ocasión también lo haría. Además el cielo estaba cada vez más azul. Los colores ya eran casi inexistentes en él.

— Es momento de aterrizar amigo. Se nos acaba el tiempo.

El gruñido del animal reverberó contra el cuerpo de Maya, y antes que lo pudiera anticipar, el dragón se lanzó en picado hacia la espesura del bosque. Un grito aterrado escapó de su garganta y ella casi podía jurar que el animal se estaba burlando de ella, cuando aterrada se aferró a su lomo con fuerza.

El aterrizaje fue mucho más rápido de lo que esperaba. Y cuando bajó del lomo del dragón sintió como la grama parecía moverse bajo sus pies. Eso hizo que le lanzara una mirada de reproche al animal que parecía haberlo hecho adrede, pero justo como la primera vez, él se limitó a gruñir antes de tenderse en la grama e ignorar completamente su presencia.

Maya estaba viendo todo a su alrededor. Ella había estado incontables veces dentro del bosque, pero siempre era en los mismos lugares, los mismos recorridos. Desde allí parecía como si se hubiese adentrado a un lugar totalmente distinto. Esa parte del bosque era tan colorida que casi parecía que había entrado a un jardín de ensueño. Inmensos matorrales, de tal vez un metro de alto, estaban tupidos de flores silvestres que iban desde el más chillón de los amarillos al más puro de los azules. Era una vista espléndida. 

Los árboles que parecían sumamente antiguos eran el doble de altos de los que estaba acostumbrada a ver y de ellos, como si fueran guirnaldas, colgaban bellas flores de un rosa muy pálido, casi del color de las perlas que parecían estar durmiendo sobre las hojas mientras subían y bajaban en una danza cautivadora. Todo el lugar tenía encantada a Maya y si no fuera porque el tiempo estaba en su contra, se habría atrevido a explorar un poco más. Pero no podía tentar a su suerte.

Sacudiéndose de la vista, tomó un fuerte respiro antes de gritar a la nada el nombre de la ninfa.

— ¡Etria! he llegado, estoy aquí.

Nada. No hubo ni una sola señal que le hiciera saber que la ninfa continuaba en el bosque. Maya barrió el bosque con la mirada encontrando todo en un silencio tormentoso. Las hojas de los árboles se balanceaban debido a la brisa, la grama y la arena se alzaba del suelo y el sonido de los grillos al fondo era lo único que escuchaba, además de las hojas que crujían bajo sus pies. Con desespero llevó sus ojos al cielo y sintió desfallecer cuando vio que este volvía a ser totalmente azul. La única luz que había en él era el resplandor que salía de las cientos de estrellas que lo decoraban como si de un lienzo se tratara.




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