El día amaneció agitado. Los vientos se sacudían con violencia desde el amanecer haciendo que los olores de la ciudad se filtraran dentro de la habitación revolviendo su estómago, nada allí le resultaba agradable. Las calles abarrotadas de casas y comercio, el suelo lleno de porquería de caballo por la cantidad de carruajes que se movían por la ciudad y el incesante parloteo de las masas día y noche. En la ciudad capital del territorio de Tristán, todo era apabullante. Ostentoso. La ciudad tenía más habitantes de los que soportaba y aunque a simple vista parecía un paraíso de abundancia, con sus lindas casas señoriales, aldeas pintorescas y locales abarrotados, la verdad era que había más gente pobre de lo que su dios quisiera aceptar.
La última vez que Kieran había visto al dios de Luz fue el día del nacimiento de Aurora, un hecho insólito por sí mismo que tuvo a la mayoría de ellos enloquecidos por años. Ellos sabían los riesgos que había en los humanos al concebir el niño de un dios. El poder de la cría acabaría con la madre. Kadir prácticamente lo había arrastrado hasta allí, al continente vecino para presentar su bendición a una niña que esperaba no volver a ver.
Pero ahora, más temprano de lo que le habría gustado, se habían vuelto a encontrar todos. Hospedados en un mismo palacio. Kieran no entendía cómo era posible que el lugar no hubiese quedado reducido a cenizas todavía. Decir que la relación entre los dioses era tirante sería un cumplido para lo que en realidad sucedía entre ellos. Él en especial no sentía ningún afecto fraternal hacia Tristán. Había evitado de manera experta cualquier contacto desde hace más de ochocientos años cuando despertó y fue lanzado al otro extremo del mundo, al medio de la nada, donde solo estaba el sol y las dunas. Un regalo. Eso es lo que Tristán había dicho que era este nuevo mundo. Pero él sabía lo que era en realidad. Compensación.
Un intento de compensar la pérdida de tantas vidas en Orum. Su hogar fue saqueado y drenado. Sus habitantes fueron exterminados y aquello que él amaba, todo fue destruído. Él culpaba al dios de la luz.
Ahora, mientras se preparaba para presenciar otro de los espectáculos orquestados por su hermano, la furia se revolvía en su interior. Recordaba el informe dado por sus sombras la noche anterior. Más muertes estaban arrasando el continente. Los territorios de Reagan eran los puntos más constantes en los ataques, viendo como lo había llevado su hermano en las últimas décadas, no era difícil saber por qué. Solo en la última semana se habían registrado cinco bajas, tres de ellas humanas. La gente empezó a hablar. Los rumores corrían rápido en un país abandonado por los dioses como era Ormon, dónde no había tributo o respeto de parte de sus habitantes. Eran un blanco fácil. Antasis también tenía pérdidas, aunque no del mismo tipo. Los osos de las montañas nevadas habían empezado a aparecer muertos, succionados. Las tribus salvajes murmuraban que escuchaban gritos en la noche. La historia se repetía frente a sus ojos y en lugar de actuar ellos estaban más ocupados jugando con humanos y héroes.
Entonces, era poco decir que Kieran se encontraba enojado. El mundo estaba prácticamente tambaleándose frente a sus ojos y lo único que a Tristan se le ocurrió hacer fue crear un estupido torneo para nombrar otro héroe. Él tenía un elfo muerto en sus tierras, media docena de humanos succionados y al igual que sus hermanos muchas criaturas enojadas pidiendo explicaciones. Esa debería ser la prioridad, pero como siempre, Tristan prefería hacer todo a su modo. Esta vez Kieran no estaba dispuesto a ser un espectador, iba a actuar con o sin el consentimiento de su hermano. Un mar los separaba, estaban en continentes distintos, así que si debía luchar por su gente y dejar al resto perecer, entonces lo haría.
La tercera prueba había llegado. Maya estaba sentada frente al bello tocador de madera pulida terminando de trenzar su cabello, mientras repasaba todo lo sucedido el día anterior. Las criaturas enviadas por la oscuridad. Los dioses destructores de mundos que tenían a Egona en la mira. Y la total desprotección con que contaban. Aún no podía creer que los dioses los habían engañado durante tanto tiempo. Y luego estaba el hecho de su madre diciéndole que le había mentido desde siempre y que los dioses eran un peligro. Bueno, eso último era algo que ya había deducido por sí misma, muchas gracias. Pero lo que la tenía a punto de vomitar era Jack Ross y su demostración de poder en el entrenamiento. Ella le había contado a Anjana lo que había visto. Pero en lugar de quedar más tranquila, la hada terminó de alterarla.
Irá por ti — Esas fueron sus palabras.
Luego la instó a encontrarse al anochecer para practicar el manejo de su poder. No fue bien. Era como si este se escondiera del hada, lo cual hacía irritar mucho más a la hembra. Era como si hubiera desaparecido en su interior o se hubiese agotado en el encuentro con las criaturas. Al final Anjana la había mirado como si deseara arrancarle la cabeza, probablemente eso hubiese hecho de no ser por Theo que intervenía constantemente a su favor.
Un suspiro tembloroso se le escapó y centró la vista en su reflejo en el espejo, en los ojos verde musgo y café, el cabello oscuro, los pómulos altos y la nariz respingona. Los lugares que antes se habían visto huecos a causa del hambre ahora estaban llenos, sus mejillas estaban ganando color y, a causa de la buena alimentación del palacio, la semana anterior estuvo arrastrándose en los rincones con los dolores mensuales que habían regresado. Desde su primer sangrado hace un año, esta era la quinta vez que su periodo llegaba. La falta de comida se encargaba de eso. Ahora viendo su imagen casi no podía reconocerse, ya no parecía una niña.