Sentía la cabeza pesada, un dolor martilleante se había instalado en su sien haciendo palpitar cada centímetro de su cuerpo. Se movió por inercia rehuyendo del dolor y sintió una extraña suavidad abullonada en su espalda. El suelo rocoso del coliseo parecía haber sido reemplazado por las plumas más livianas del reino.
Aún con los ojos cerrados trató de recordar en donde se encontraba, pero los recuerdos los veía difuminados como agua en su mente. La desesperación de no saber en donde estaba y la impotencia de un cuerpo adolorido estaban alterando su respiración, por lo que puso todo su empeño en tratar de abrir los ojos. Sin embargo, le estaba costando más esfuerzo del que debería, eso no podía ser normal. En el tercer intento sus pestañas lograron alzarse y la luz entró en raudales lastimando sus pupilas, de inmediato un quejido escapó sin autorización de sus labios y con una sincronía perfecta dos voces resonaron en el lugar.
–Maya
Intentó mirar en dirección a las voces, pero cada músculo de su cuerpo le dolía al mínimo movimiento. El dolor era lo único que su cerebro parecía capaz de retener. Mientras intentaba ubicar las voces en la habitación su mente recreó los últimos instantes en la arena justo en la llegada Iskra. Eso sólo ayudó a que la duda de saber dónde estaba se hiciera más grande.
Aún sin salir de su aturdimiento se encontró mirando de frente un par de ojos del color del oro que conocía tanto como los suyos. Theo parecía haber envejecido cien años mientras la veía con el ceño fruncido en preocupación y el contorno de la mirada enrojecida, por lo que solo pudo haber sido llanto. El solo hecho de saber que lo había hecho sufrir de alguna manera hizo que el corazón se le encogiera dentro del pecho.
—Lo siento, Theo— No era consciente de su propio llanto hasta que sintió las lágrimas humedecer sus labios temblorosos.
—Shhh, no tienes nada por lo que disculparte, Maya. Lo hiciste bien, estuviste fantástica — La sonrisa de Theo, aunque temblaba en sus labios, consiguió calmar el torbellino de emociones que estaba aplastando su pecho en esos momentos.
—Le pateaste el culo al pretencioso de Ross, cariño.
Maya pudo haberse dislocado el cuello por la velocidad en que su cabeza giró hacia donde la voz se encontraba a su otro lado. Zyan estaba viéndola desde el lado opuesto a Theo, llevaba el rostro golpeado y el cuello y torso vendados en diferentes lugares, pero la sonrisa que dividía su rostro en esos momentos lograba quitarle importancia a cualquier herida que tuviera. Podía sentir sus labios temblar nuevamente y se sintió estúpida por estar a punto de llorar, ni siquiera entendía de dónde venía ese sentimentalismo.
—Lo dejé destrozado —dijo, intentando con éxito, aligerar el ambiente.
Ambos chicos dejaron salir una carcajada, más de alivio que de cualquier otra cosa, y como si de magia se tratara, sus cuerpos fueron abandonando los kilos de tensión que parecían estar cargando. Como si hubiesen estado esperando. Calculando cuál sería su reacción para poder medir qué tan rota iban a encontrarla. Sin embargo, Maya sabía que esa sonrisa que tenía en los labios no era del todo sincera, así como también podía sentir que ya no era ella misma, o bueno, si seguía siendo ella misma, pero al mismo tiempo era como si tuviera la sensación de estar compartiendo la piel con alguien más. Lo sintió durante la prueba, la inminente sensación de haber despertado de un sueño en el que había estado sumida por muchos años.
Un escalofrío trepó por su cuerpo con el solo recuerdo de la prueba y lo que esta desató en su interior; sacudiendo aquello de su mente, se obligó a alejar aquellos pensamientos. Tenía que concentrarse en recordar qué había pasado en la arena. Dejó sus ojos curiosear más allá de los hombres frente a ella y se sorprendió al reconocer que estaba en su habitación. La cara de sorpresa debía haber sido evidente porque de inmediato Theo se adelantó a explicarle.
—Los sanadores te trajeron aquí una vez lograron sanarte en la arena.
—¿Sanarme…?— la pregunta fue muriendo poco a poco en sus labios mientras los recuerdos iban apareciendo como fragmentos rotos en su mente. Las estacas de hielo, el gigante de arena, la golpiza de Ross, todo.
—Caíste inconsciente sobre el lomo de Iskra.
Iskra. El dragón había ido por ella a la arena, le había salvado la vida. Eso era lo que ninguno de ellos estaba diciendo, pero no era necesario, la verdad flotaba entre los tres. Maya sabía que si el animal no hubiese llegado ella no habría tenido la fuerza suficiente para salir con vida. El gigante o Ross se habrían encargado de hacerla polvo y posiblemente a esta hora ya estaría en un barco rumbo a Ormon para que su madre le diera los tributos antes de dejarla partir.
Pero eso no había pasado. Iskra le había salvado la vida. Estaba a punto de preguntar qué había sucedido con el dragón, si los dioses habían tomado alguna represalia en su contra por haber intervenido, cuando la puerta de la alcoba se abrió sin contemplaciones dejando ver a William vistiendo su uniforme rojo y dorado, impecable como siempre, entrando en la alcoba. Sin embargo, algo no se veía bien en él, tal vez era la rectitud en su cuerpo, o la manera en que su quijada se mantenía apretada o podía ser que a su lado, de pie como estatuas, se hallaban dos héroes más que, a diferencia de William, tenían cara de ser todo, menos amigables. El que se adentró más a la alcoba podría estar entre los treinta y cinco y casi cuarenta años. Su cuerpo continuaba fuerte y sus facciones duras transmitían más miedo que seguridad. Con el segundo no era muy diferente. Aunque se veía que era contemporáneo con William y llevaba también el cabello rubio a ras de la cabeza, los ojos azules y penetrantes lo hacían parecerse tanto a Ross que Maya tuvo que apartar la mirada y centrarse en William.