Reino de Sombras y Esmeraldas

Prólogo

     Los recuerdos de lo que había sido mi vida se reproducían en mi mente con una dolorosa lentitud, como si mi mente estuviera torturándome con lo que había perdido y lo que ya no podría ser.

     Nada extraordinario, pero la gama de colores que me habían acompañado hasta ahora más que nunca me parecían preciosos.
     Había tenido el dinero para vivir con comodidades, personas que confiaban en mí, poder sin realmente desearlo en una ciudad en la que todo se resumía a eso; un par de sonrisas que eran más brillantes que un diamante bajo la luz...

     Un gemido escapó de mi boca cuando uno de mis secuestradores me dio un empujón para que avanzara por el oscuro pasillo. Gruñí.

     Mi cuerpo estaba adolorido gracias a los golpes que había recibido, pero ya no sentía mi rostro. No quería ni verme en el espejo.

     Poder sin realmente desearlo...

     Eso había sido mi maldición en este mundo.

     Esas sonrisas, mis más amadas, se deshicieron en la oscuridad y me alegré de ello. Ese recuerdo no debía ser mancillado al salir a la superficie en esa situación.

     ‹‹Están bien, ellas están bien››, me repetí a mí mismo, tratando de convencerme mientras traspasaba una puerta hacia lo que supuse que sería mi último destino en ese laberinto de muerte. Detrás de una mesa en medio de la habitación, tres figuras esperaban, dos hombres y una mujer.

     No había más público que un par de guardias a sus espaldas. No había súbditos que los vieran, por lo que no tenían sus máscaras de políticos puestas.

     Podía verlos tal cual eran, el hambre de poder y destrucción tras sus ojos.

     El hombre de en medio, con ropa elegante y una capa majestuosa color carmesí, parecía capaz de convertir a cualquier persona en piedra con solo posar en ellos sus brillantes ojos azules. A pesar de que no hablaba y dejaba que los otros dos dijeran su discurso, sabía que él era quien tenía el control.

     Si... Como si fuera a acceder a cualquier cosa que ellos me dijeran después de todo lo que me habían hecho. A  mí, a mi esposa y a mi hija.

     Al mundo entero.

     No iba a aceptarlo. No iba a contribuir en hacer que el mundo estuviera peor que ahora, no iba a traicionar a su gente, que era lo que me pedían para dejarme vivir.

     Quise reír, pero el dolor que estaba sufriendo no me lo permitía. Por supuesto, ellos no entendían; estaba dispuesto a morir, prefería hacerlo en lugar de cometer tal traición, y no me podían amenazar con asesinar a mi familia porque ellas ya estaban muy lejos, a salvo, o eso esperaba.

      La restauración de este mundo que había sido hundido en oscuridad ya escapaba de mis manos, este era el final de mi lucha. Sin embargo, algunos otros planes seguían en marcha. Debían seguir en marcha, pero yo sólo le tenía fe a uno en particular. Una moneda especial que haría a las fuerzas del mundo actuar a su favor y que marcarían una gran diferencia, aun cuando la oscuridad se hiciera cada vez más espesa.

     Por eso, en cuanto vi mi oportunidad al estar arrodillado frente a las tres figuras, tomé un cuchillo del cinturón de uno de los guardias más cercanos y le hice un corte profundo en el pecho. Cayó al suelo y uno más se abalanzó sobre mí. Lo esquivé por poco, pero me sorprendí al descubrir mi mano alrededor de la empuñadura del cuchillo, cuyo filo se había hundido en la espalda del guardia y la sangre espesa y caliente deslizándose entre mis dedos.

     Antes de recuperarme de mi sorpresa, uno de los guardias restantes me golpeó en un costado de la cabeza y mi vista se volvió momentáneamente oscura, el dolor recorriéndome como si fuera fuego y me inmovilizaron en el suelo, arrodillado. Pude escuchar una risa, proveniente de una de las tres figuras. Una risa varonil y totalmente divertida por la situación, rozando lo sádico, y mis últimas fuerzas las reuní en mis piernas, mi cuerpo entero gritando de dolor al hacernos a mí y al soldado chocar contra la mesa y caer frente a las tres figuras.

     Sorprendiéndome, fue el hombre silencioso, de cabello oscuro y fríos ojos azules, quien se acercó y colocó un pie sobre mi pecho, presionando con fuerza, haciendo que se me escapara el aire que quedaba en mis pulmones y pronunciando las últimas palabras que yo escucharía antes de caer en la eterna oscuridad:

—Tu muerte no significa nada, idiota, otro más hará tu trabajo -dijo el hombre, dándose unos golpecitos en su cuadrada mandíbula, sus ojos entrecerrados hacia mi en el suelo. Una sombra se movió sobre mi cabeza y vi, de manera borrosa, la sonrisa del otro hombre que se había reído. Una sonrisa sádica-. Pero ten por seguro algo: de ahora en adelante, haré que todas y cada una de tus pesadillas y las de tu gente se hagan realidad.

     Como si eso fuera una historia nueva para nosotros.




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