Año Caxacius, Mes de la Hoguera, día 24
11:20 horas
El grupo de hombres, vestidos con pulcros y sofisticados trajes, se sentaron alrededor de la única mesa de la sala. Era de cristal, pulida e impecable.
Unos de ellos gritaban, tratando de que sus planes llamaran la atención por encima de los planes de los demás, despotricando entre sí, mientras que otros permanecían en silencio, aguardando el momento de encontrar una brecha y soltar un corte incisivo con alguna frase, mirando a los que gritaban como si fueran insectos desagradables.
El hombre en la cabecera de la mesa llevaba una corona de oro adornando su oscuro cabello, y miraba con disgusto apenas contenido tras sus fríos ojos verdes a aquellos que rodeaban su mesa.
Al lado izquierdo de aquél hombre, un joven con ojos idénticos tenía grabado en su rostro un evidente gesto de mortal aburrimiento. Pero, mientras que los ojos de su padre eran fríos, los ojos verdes del muchacho brillaban cálidamente como un valle en primavera.
Aunque, en ese momento, el muchacho solo parecía desear estar en cualquier otro lugar menos allí.
Y, no por primera vez, el General Rainarth se alegró de no tener que tomar puesto en esa mesa, manteniéndose de pie en algún punto cercano entre el Rey y el Príncipe.
Un oficial del ejército, como él, no tenía nada que hacer en una Asamblea de Lores, donde los Regentes de Estados de Ursian discutían sin cesar frente al Rey. Pero, para su sorpresa, le habían llamado, a él y a otros oficiales.
Cuando la discusión entre regentes subió de tono, el soberano chasqueó la lengua.
—Silencio –dijo el rey Thomas y, aunque su voz era baja, se escuchó en cada rincón de la habitación y todos sus ocupantes se silenciaron inmediatamente, regresando a sus asientos con las miradas fijas en la mesa-. Ya escuché bastante de sus tonterías.
El soberano se levantó de su asiento y, aun desde su posición, parecía que todo el mundo se inclinaba ante él. Los regentes permanecían atentos e inmóviles mientras el hombre rodeaba la mesa, examinando el detallado mapa de Etrernya que había sido desplegado sobre ella.
Las figurillas de madera que representaban efectivos del ejercito de Ursian habían sido desplazados de una zona al sur de la nación, en la frontera con la nación de hielo.
El rey se detuvo detrás de un corpulento hombre, y era evidente cómo todos se tensaban ante su cercanía.
—Respóndame algo, Lord Cornem, ¿por qué las regiones fronterizas de Herea no están bajo mi dominio ya? –cuestionó el soberano, y el hombre sentado frente a él palideció.
—Su Majestad, yo… -Lord Cornem se interrumpió, tragando con dificultad-. Sólo sé que el ejército se retiró tras una sura batalla y llegaron a mi región, que era la más cercana…
—Esa no es la respuesta que quiero –le cortó el rey, su voz cortando el aire como una guillotina-. O tal vez solo le estoy preguntando a la persona equivocada. General Albretch, usted fue quien ordenó la retirada, ¿no es así?
El General Albretch, un hombre de unos cuarenta años de pie en su uniforme a escasos metros de la mesa, dio un paso adelante con el mentón arriba.
—Lo hice, Su Majestad.
El rey ni siquiera lo miró. Tenía su atención puesta en el mapa desplegado en la mesa.
—¿Por qué?
El oficial, con su rostro serio lleno de cortes, comenzó a hablar.
—Cuando llegamos a la ciudadela más cercana a la frontera de Herea ya nos estaban esperando, y habían más soldados de los que había predicho. Por eso ordené la retirada; hasta que no viera la situación con todos los detalles, no podremos conquistar ese primer fuerte.
Su voz no había variado en ningún punto, manteniendo una monótona postura, pero él pudo notar que, más allá de su edad y ocupación, el General Albretch parecía enfermo. Diferente a como se veía cuando lo conoció hace años.
—Entonces, ¿qué hace aquí? –preguntó el rey Thomas, alzando sus gélidos ojos hacia el General-. Vaya a solucionar esto.
Ante el despido de su rey, el General Albretch hizo una reverencia y se retiró de la sala.
Por un momento la habitación quedó en silencio, y el General Rainarth miró de reojo al príncipe Gallen, que tenía la mirada puesta en un punto fijo con los ojos vidriosos.
<<No. Dioses, no. Está a punto de dormirse>>, pensó Clayton, nervioso de que atraparan a su amigo durmiéndose a la vez que deseaba poder burlarse de él.
Aunque nadie nunca miraba mucho a Gallen en las reuniones.
Pero Gallen se espabiló cuando uno de los hombres levantó bruscamente la cabeza hacia el rey Thomas.
—Su Majestad, ¿el soldado dijo que ya los estaban esperando en la ciudadela? –preguntó el hombre, con un gesto de confusión en su rostro moreno.
El soberano parecía que ni siquiera lo escuchó. En su lugar, aquel que se hallaba siempre junto al rey Thomas, a su derecha, con un gesto arrogante y su cabello rubio perfectamente peinado, fue quien habló.
—Eso fue lo que dijo- contestó el hombre conocido como Donovan, la mano derecha del rey Thomas.
El lord que había hecho la pregunta pareció alarmado.
—Entonces alguien ha estado filtrando los planes para los rebeldes.
—Por supuesto –bufó Donovan, mirando al hombre como si pensara que era estúpido-. Se sabe que hay filtraciones entre los soldados, pero de esto debe encargarse el mismo General Albretch, si es que ya no lo ha hecho ya: tal traición se paga con una ejecución inmediata.
El príncipe Gallen, con el ceño fruncido, miró en silencio al hombre frente a él. A Donovan.
—Pensándolo bien, hace unos días hubo una situación en mi región –comenzó a decir otro hombre. El rey Thomas se alejó de la mesa, posicionándose frente a uno de los ventanales de la sala, las últimas luces del día iluminando la corona dorada sobre su cabeza-. Le haríamos una emboscada a los rebeldes en una de sus sedes pero cuando llegamos allí, todos habían desaparecido. Encontré a quienes filtraron la información y me encargué de ellos, pero otros desaparecieron.
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Editado: 13.06.2023