Reino de Sombras y Esmeraldas

Capítulo 30: Secretos en común

 

Año Caxacius, Mes de las Almas, día 2

13:20 horas

Rhett Sawlorn, Karl Gakster, Michael Canther y otros dos sujetos del séquito recibieron su visita en el transcurso del día y la tarde.

Feliz y pesadamente inconscientes.

Cuando él, Rumi, Luther y Slate los encontraron encerrados en sus despachos, bares de mala muerte y carruajes en movimiento, se aseguró de grabar a fuego sus rostros durmientes en su mente.

Rumi hizo su trabajo mientras ellos le cubrían las espaldas.

El trabajo de la muchacha con la jeringa mientras le administraba un líquido blanco en las venas fue diligente, de una manera que le provocó escalofríos, y aún más cuando les daba una sonrisa maniaca a los rostros dormidos de los tipos. Pero estaba complacido con ella.

No podía decir lo mismo de Slate, quien se estremecía al observar a Rumi trabajar en los bastardos.

Podría estar replanteándose cualquier posible engaño en el futuro.

Y no estaba envidiando ni un poco la existencia de esos sujetos a partir de ese momento. Se lo habían ganado.

Rhett Sawlorn era un insecto inteligente, y pronto unieron los puntos para comprender las razones por las que tendría a tantos y tan variados socios en esa ocasión.

Los unían los secretos.

A Michael Canther lo sorprendieron en su despacho: una criada con un uniforme muy transparente lo miraba aterrada desde la puerta al darse cuenta que no despertaba, pero la repentina aparición de ellos en la casa, encapuchados y haciéndola irse de allí con una bolsa de monedas directo de la caja fuerte de Canther, había sido suficiente para prometer cerrar la boca y desaparecer de la casa Canther.

Rumi se había acercado a Canther con su jeringa, el mismo Michael Canther que tenía ataques de ira y había violado a sus hijas por tantos años y ahora vendía a la mayor al hijo mayor de una familia igual de abusiva que él.

No iba a morir de inmediato, pero su repentina… Incapacidad, le haría desear estarlo. Su estado de salud empeoraría paulatinamente.

Cuando visitaron a Karl Gakster, el último, las luces anaranjadas se filtraban por las entradas del bar. Lo encontraron tirado en el suelo en la parte de atrás entre un montón de ratas y basura, roncando.

Él pensó que a Gakster ese lugar le lucía.

Rumi le miraba con asco y odio cuando hacía su trabajo, y él estaba planteándose dejarla sacar su cuchillo para terminar por completo.

Él mismo quería cortarle las manos.

Karl Gakster había tocado a su hermana sin su consentimiento, al igual que había hecho con un sinfín de mujeres más.

Era el pensamiento más sano, por encima de sus deseos más oscuros, para drenar su rabia. El que mejor acababa para Gakster.

Pero ya estaban cortos de tiempo.

Rhett Sawlorn y otro tipo les habían dado problemas para encontrarlos, así que habían perdido algo de tiempo; atravesar la ciudad se le hizo eterno y cabalgar con Rumi, Luther y Slate hacia el noreste aún más.

Al menos el flujo en sus venas se mantuvo sereno, constante, pero su mente zumbaba con inquietud.

Oscurecía cuando llegaron al risco donde se supone que estaría Annelisa con su grupo, y se alarmó de sobremanera cuando no los encontró.

Habían hecho un gran trabajo en ocultar las evidencias de lucha y casi se vuelve loco al considerar que no lo habían logrado.

Entonces las vio.

Las flechas en los árboles, marcando un camino hacia el norte.

Siguieron las flechas de Annelisa, aun en sus caballos.

Finalmente dieron una vuelta brusca, adentrándose por un estrecho camino hacia el bosque.

A lo lejos, entre los fresnos, múltiples lámparas encendidas iluminaban una casa casi que en ruinas, con un contenedor sobre ruedas a un lado y múltiples figuras paseando a trompicones entre las sombras y luz.

Su corazón se aceleró.

Rumi soltó una risotada a su espalda.

—¡Lo lograron! –exclamó la muchacha, exaltada, y él torció sus labios.

—Claro que lo hicieron –murmuró, acercándose a la casa.

Escaneó a la multitud a la luz de las lámparas y antorchas: feéricos, todos demacrados, vestidos con harapos y haciendo muecas de dolor al caminar, sus tobillos, muñecas y otras extremidades destrozadas.

Un estremecimiento lo recorrió, la ira e indignación apoderándose de él, la energía en sus venas respondiendo a sus sentimientos. Los feéricos se alarmaron cuando él y sus compañeros se acercaron, pero Fai se adelantó a calmarlos.

Una vez en el suelo observó a una mujer de cabello verde señalarlo.

—Ese tiene los ojos de Annelisa –murmuró temblorosamente, sus ojos brillando con un sentimiento que no pudo describir.

Su corazón dio un salto, volviéndose hacia Fai.

—¿Dónde está ella? –exigió él, y Fai miró a su alrededor con cautela-




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