Reinos enemigos, Corazones aliados.

Capítulo 4: El ataque sorpresa.

La gala transcurría con la elegancia y la pompa esperadas. Saira, con la gracia de una princesa preparada para su papel, navegaba entre los invitados con facilidad. Conversaba con los nobles y embajadores con cortesía y una sonrisa medida, asegurándose de fortalecer los lazos de Eldoria con cada palabra intercambiada. La velada se desarrollaba con un aire de diplomacia, envuelto en la música de los violines y el murmullo de las conversaciones animadas.

Mientras avanzaba por el salón, varios de los invitados reclamaban su atención con una mezcla de respeto y expectativa. Un duque de mediana edad la saludó con una reverencia exagerada antes de presentar a su hijo, un joven de cabellos rubios que intentó halagarla con torpeza.

—Princesa Saira, es un placer conocerla. Mi hijo, Edwin, ha escuchado historias sobre su valentía y su sabiduría —dijo el duque con entusiasmo.

—Es un honor conocerlos a ambos —respondió Saira con amabilidad, inclinando levemente la cabeza.

Edwin, algo nervioso, intentó iniciar una conversación sobre la caza, pero Saira notó que su mirada se desviaba constantemente hacia el suelo. Antes de que el intercambio se volviera incómodo, otra noble dama la interceptó.

—Vuestra Alteza, qué maravilloso es verla esta noche. Mi esposo y yo estábamos comentando lo mucho que Eldoria ha prosperado bajo el liderazgo de su familia —dijo la mujer, sosteniendo con orgullo la mano de su hija, una joven con una mirada astuta que la observaba con curiosidad.

—Eldoria siempre ha sido un reino fuerte, pero su brillo es aún mayor gracias a usted, princesa —agregó la joven con una sonrisa calculada.

Saira agradeció con una leve inclinación de cabeza, manteniendo la compostura diplomática.

—Es un honor escuchar tales palabras. Mi deber es velar por el bienestar de mi pueblo y su prosperidad —respondió con suavidad.

—Un deber que algún día compartirá con un esposo digno, sin duda —intervino la madre con un destello en los ojos—. Mi hija, Loreina, ha sido educada en la corte y ha visto cuán hermosa es la unión entre reyes y reinas. El amor puede florecer en el deber, ¿no cree, Alteza?

Saira sonrió con cortesía, aunque sintió la insinuación en las palabras de la mujer.

—El amor es algo complejo —respondió con delicadeza—. Para algunos, nace en la obligación; para otros, en la libertad de elección. Yo prefiero pensar que puede existir sin necesidad de imposiciones.

Loreina rió suavemente, entrelazando sus dedos con los de su madre.

—Oh, Alteza, cuando llegue el momento, estoy segura de que un caballero digno le robará el corazón y entonces verá el amor desde otra perspectiva. Dicen que cuando un hombre te mira con verdadera devoción, todo lo demás se desvanece.

Saira soltó una breve risa, sin comprometerse con una respuesta. Sabía que muchas en la corte soñaban con historias de amor idealizadas, pero para ella, el destino aún era incierto.

Saira agradeció las palabras con gratitud, intercambiando unas frases diplomáticas mientras analizaba a la multitud. Notó que no todos la observaban con admiración; algunas miradas parecían demasiado insistentes, escrutándola con interés calculador. Otras, más frías, la evaluaban con una mezcla de expectativa y desdén. Un silencio momentáneo se produjo cuando entró en el centro del salón, como si su presencia hubiera alterado el equilibrio de la conversación general.

Se obligó a mantener la compostura, pero un presentimiento la invadió. Algo en esta gala era diferente, aunque no sabía qué.

El salón de baile era un espectáculo en sí mismo. Los candelabros colgaban como constelaciones doradas sobre las cabezas de los invitados, proyectando un resplandor cálido sobre los suelos de mármol pulido. Grandes ventanales dejaban entrar la tenue luz de la luna, reflejándose en las cortinas de terciopelo azul que se mecían con la brisa nocturna. La mesa central, decorada con arreglos florales en tonos marfil y dorado, rebosaba de copas de cristal y platos finamente adornados. Saira notó los pequeños detalles: los emblemas de Eldoria grabados en las columnas, las copas tintineando con cada brindis, el aire impregnado de un sutil aroma a especias y vino añejo. Era un escenario de ensueño, pero también un recordatorio de que cada elemento allí tenía un propósito: demostrar el poder y la grandeza del reino.

Sin embargo, a pesar de su aparente compostura, Saira sentía el peso de la atención sobre ella. Cada mirada, cada cumplido y cada insinuación sobre posibles alianzas matrimoniales le recordaban que estaba siendo evaluada. Mientras mantenía su sonrisa diplomática, sus oídos captaron susurros a su alrededor.

—Dicen que es demasiado obstinada para aceptar un matrimonio político —murmuró un noble con aire condescendiente. —Quizás, pero no se puede negar su carisma. El pueblo la adora, y eso la hace poderosa —respondió otro con tono calculador. —O peligrosa —añadió una voz más sombría.

Saira sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no permitió que su expresión delatara que los había escuchado. Aun así, se aferró a su entrenamiento, respondiendo con delicadeza y sabiduría.

Fue entonces cuando su mirada se cruzó con la de un hombre al que no conocía. Alto, de presencia imponente, con ojos de un gris tormentoso que la observaban con un interés que le heló la piel y, al mismo tiempo, la intrigó. Vestía con la elegancia de un monarca, aunque no reconocía su estandarte. Se acercó con seguridad, inclinando la cabeza en un gesto respetuoso.

—Princesa Saira Valenwood —su voz era profunda y firme—. Es un honor finalmente conocerla.

—El honor es mío, señor… —deleitó la última palabra en el aire, esperando su presentación. Su voz sonaba firme, pero en su interior, algo en aquel hombre la descolocaba. Su porte erguido, la seguridad con la que la observaba y, sobre todo, aquella voz profunda y envolvente que parecía adherirse a su piel como un eco persistente. Era como si cada palabra estuviera cargada de un peso invisible, uno que, sin entender por qué, la hacía contener el aliento.




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