El alba trajo consigo una brisa helada que se colaba por las ventanas de la fortaleza, anunciando un día cargado de incertidumbre. Saira despertó en su aposento con la sensación de que el día solo traería más enfrentamientos. Apenas había cerrado los ojos la noche anterior, con la cabeza llena de pensamientos sobre su reino, sobre la amenaza de Rael y, sobre todo, sobre cómo salir de aquella situación sin perderlo todo.
Se incorporó lentamente, sintiendo la pesadez en su cuerpo y el eco de la discusión de la noche anterior aún vibrando en su mente. Había sido imprudente, dejándose llevar por la ira, pero ¿qué otra opción tenía? No podía permitir que Rael la doblegara ni que creyera que tenía el control sobre ella. Sin embargo, también comprendía que actuar con impulsividad no la llevaría lejos. Necesitaba un plan, algo más que palabras venenosas y resistencia inútil. Si Rael pretendía mantenerla con vida y darle un lugar en Dravenholt, eso significaba que tenía acceso a información, a recursos que podría usar en su favor. Si jugaba bien sus cartas, podría convertir su aparente debilidad en una ventaja. Pero para ello, debía contener su furia, medir cada movimiento y aprender a moverse en el peligroso juego de intrigas que se tejía en el castillo. La guerra no siempre se ganaba con espadas, sino con astucia.
El crujido de la puerta interrumpió sus pensamientos. Rael entró en la habitación con la calma de quien tiene el control absoluto, observándola con una sonrisa ladeada. Saira se cruzó de brazos, fulminándolo con la mirada.
—¿Ni siquiera te molestaste en llamar? —espetó con ironía.
Rael alzó una ceja, divertido.
—¿Y si estabas desnuda? No me habría molestado en absoluto —respondió con burla, su mirada recorriéndola con insolencia.
Saira sintió el calor de la furia arder en su interior, pero se negó a darle la satisfacción de verla reaccionar. En cambio, alzó la barbilla con altivez.
—Pobre de ti, entonces. No soportarías la vista de algo que jamás podrás tener, por mucho que lo desees.
—No te quiero muerta de hambre, princesa. No me servirías de nada en ese estado —dijo con su habitual tono condescendiente.-Vamos a desayunar.
Saira lo fulminó con la mirada.
—Tienes extrañas formas de demostrar hospitalidad, rey Rael.
Él esbozó una leve sonrisa y le hizo señas para que se levantara. Con un suspiro resignado, ella se puso de pie y lo siguió fuera de la habitación. La condujo a través de los pasillos del palacio, mostrándole cada rincón como si fuera un anfitrión orgulloso. Las paredes de piedra oscura, los tapices con los símbolos de Dravenholt, y el eco de sus pasos contra el suelo pulido le recordaban que estaba en territorio enemigo. No obstante, Saira tomó nota de cada salida, cada posible ruta de escape.
Mientras caminaban, Saira se atrevió a hacerle un pedido.
—Déjame vagar por las instalaciones —dijo con voz firme—. Si quieres que me acostumbre a este lugar, al menos permíteme conocerlo.
Rael la miró con una mezcla de curiosidad y burla.
—Puedes recorrer el castillo dentro de ciertos límites. Pero mi despacho es territorio prohibido para ti.
Saira entrecerró los ojos.
—¿Acaso tienes miedo de que descubra algo?
Rael sonrió con suficiencia.
—No. Pero prefiero que sigas sin saber demasiado... por ahora.
Al llegar al gran salón, su atención se desvió hacia la gran mesa donde ya esperaban varios miembros de la corte. Una variedad de platos humeantes se extendía sobre la superficie de madera pulida: pan recién horneado, carnes doradas con especias que impregnaban el aire con su aroma tentador, frutas frescas y dulces, y copas rebosantes de vino. Su estómago rugió con fuerza al ver la abundancia de alimentos, traicionando su hambre, mientras sus labios se humedecían de manera involuntaria. Entre los presentes, su mirada se cruzó con la de Darian, quien la observaba con una expresión burlona.
—Veo que sigues con vida, princesa. Debo admitir que me sorprende —dijo con sorna, inclinándose levemente en una burla disfrazada de respeto.
Rael lo miró de reojo, con una expresión de advertencia velada en sus ojos acerados. Su postura relajada no engañaba a nadie: la paciencia tenía un límite, y Darian estaba peligrosamente cerca de cruzarlo. Su tono era seco, pero cargado de una amenaza implícita.
—Controla tu lengua, Darian —dijo en un susurro que solo él pudo escuchar—. No querrás que me canse de recordarte tu lugar.
Pero Saira, con la misma calma que había adoptado desde que entró en el castillo, lo miró con desdén.
—Tu decepción es palpable, Darian. Casi podría sentir pena por ti, si no fuera porque disfruto viendo cómo tu frustración crece con cada segundo que sigo respirando.
Darian entornó los ojos, pero no respondió. Sabía que no era el momento. A lo largo de la comida, Saira descubrió lo que menos esperaba: Darian no era un simple soldado o capitán de la guardia. No, él era el consejero más cercano de Rael, su mano derecha, el segundo al mando del reino.
O al menos, lo había sido.
Porque ahora, Saira ocupaba ese lugar.
El descubrimiento la dejó momentáneamente sin palabras. No sólo la querían para un matrimonio forzado, sino que, a ojos de Rael, ya tenía un puesto de importancia en Dravenholt. Ser la segunda al mando no era solo un título, sino una carga de expectativas y poder. Le estaba arrebatando a Darian algo que consideraba suyo por derecho, y él lo odiaba con cada fibra de su ser. Pero Saira entendía que no bastaba con ostentar el puesto; debía demostrar que era digna de él, que podía usarlo en su favor. Y si Darian la veía como un obstáculo, ella se aseguraría de serlo hasta el final.
Horas más tarde, en los aposentos reales, Darian se enfrentó a su rey. Rael estaba sentado detrás de su escritorio, con una copa de vino en la mano y su mirada afilada clavada en los documentos que tenía frente a él. No levantó la vista cuando Darian irrumpió en la habitación, con el ceño fruncido y la rabia ardiendo en sus ojos.