El eco del choque de acero resonó en la habitación cuando la espada de Rael interceptó la de Darian en el último instante, desviando el golpe que habría atravesado el pecho de Saira. Por un breve momento, todo pareció detenerse: el filo de la hoja tembló en el aire, reflejando la tenue luz de las antorchas, mientras los ojos de Rael destellaban con una furia helada. Su corazón latía con violencia, impulsado por la mezcla de adrenalina y el miedo contenido ante lo cerca que había estado de perderla. No pensó, solo actuó, y en aquel instante comprendió que no podía permitir que nadie la tocara, ni siquiera en nombre del reino.
—Basta —ordenó con voz grave.
Darian retrocedió, tambaleándose por el golpe que había recibido momentos antes. La sangre resbalaba por su frente y manchaba su mejilla. Su expresión oscilaba entre la incredulidad y la ira.
—No puedes permitir que ella siga respirando, Rael —gruñó Darian, intentando recuperar la compostura—. Es un peligro para nuestro reino.
Rael no respondió. En cambio, con un movimiento rápido, golpeó a Darian en el abdomen con la empuñadura de su espada, haciéndolo caer de rodillas. Los guardias irrumpieron en la habitación en ese instante, rodeándolo.
—Llevadlo a los calabozos —ordenó Rael con frialdad.
Darian intentó resistirse, forcejeando contra los guardias, pero Rael no le dio oportunidad. Con un movimiento calculado, lo golpeó en la mandíbula, haciendo que su cuerpo se desplomara al suelo con un sonido seco. La rabia y la impotencia chisporroteaban en la mirada de Darian mientras lo arrastraban fuera de la habitación, su voz reducida a gruñidos de frustración.
Rael exhaló con pesadez, sintiendo aún el eco de la batalla en su cuerpo. Miró a Saira, que yacía ajena a lo ocurrido, y apretó los puños. Había tomado su decisión: ella viviría. Y nadie, ni siquiera su más leal consejero, cambiaría eso.
Los soldados obedecieron sin vacilar, arrastrando a Darian fuera de la habitación. Rael se volvió hacia la cama, donde Saira yacía, ajena a lo ocurrido. El efecto del calmante seguía dominando su cuerpo, su respiración era acompasada y su rostro reflejaba una tranquilidad que pronto se desvanecería cuando despertara.
Rael sintió un peso en su pecho. Se había visto obligado a sedarla para evitar su terquedad, para callar su furia. Le molestaba reconocerlo, pero había sido un acto cobarde. Debió haberla enfrentado con palabras, no con un truco tan ruin.
La decisión de ir a verla a sus aposentos nacia de la imposibilidad de conciliar el sueño, volvió horas más tarde, esperando que el guardia apostado en la puerta le avisara en cuanto ella despertara. Pero en lugar de encontrar a una Saira despierta y lista para atacarlo con sus palabras afiladas, halló a Darian a punto de asesinarla. Su mano se crispó sobre la empuñadura de su espada. Había estado a segundos de perderla. Y no estaba seguro de por qué, pero la idea de su muerte lo enfurecía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Darian despertó con un dolor pulsante en la cabeza y un sabor amargo de derrota en la boca. Sus brazos y piernas estaban sujetos con cadenas gruesas, y una mordaza le impedía hablar. Estaba en los calabozos del palacio, un sitio que él mismo había usado para encarcelar a traidores. La ironía era cruel. Se revolvió con furia, pero el metal mordía su piel sin darle tregua. Apretó la mandíbula con rabia y, con un esfuerzo desesperado, logró aflojar la mordaza que le cubría la boca. Cuando por fin la dejó caer, su voz retumbó en las paredes de piedra húmeda.
—¡Malditos cobardes! —bramó, su voz ronca pero cargada de veneno—. ¡Rael, eres un traidor a tu propio reino! ¡Y tú, Saira, maldita bruja, no eres más que una plaga para Dravenholt!
Se sacudió con fiereza, intentando zafarse de sus ataduras, pero el esfuerzo solo logró que las cadenas se incrustaran más en su piel. El sonido metálico reverberó por el calabozo mientras sus gritos de furia intentaban atravesar la pesada puerta de hierro. Sabía que nadie acudiría en su auxilio, pero no dejaría de luchar. No ahora. No mientras aún tuviera una oportunidad de hacer caer a quienes lo habían traicionado, a él y a su reino. No terminaría hasta tomar el trono como suyo.
—Maldita sea… —intentó gruñir, pero su voz quedó ahogada por la mordaza. Con una mezcla de furia y desesperación, frotó el borde de la tela contra su hombro, moviendo la cabeza con brusquedad. La tela áspera raspó su piel, y tras varios intentos frustrantes, logró aflojarla lo suficiente para deslizarla con los dientes. Un jadeo de alivio escapó de sus labios al sentir el aire libre en su boca nuevamente.
Cuando Saira finalmente despertó, sintió su mente nublada y su cuerpo pesado. Se incorporó con dificultad, intentando recordar los últimos eventos. Entonces, la imagen de Rael ofreciéndole la copa de agua y su cuerpo rindiéndose al sueño sin su consentimiento se filtró en su memoria.
—Cobarde… —masculló con furia, sintiendo cómo la indignación le recorría cada fibra del cuerpo. No iba a dejarlo así. Con cada paso que daba fuera de la habitación, su mente trabajaba febrilmente en todas las palabras que le diría a Rael en cuanto lo encontrara. Lo enfrentaría sin reservas, exigiría respuestas y le dejaría claro que no era un peón en su juego. La rabia alimentaba su determinación, y sin pensarlo más, decidió ir a buscarlo.
Se levantó de la cama, tambaleándose. Su sangre hervía de indignación. Con pasos silenciosos pero decididos, esquivó a los guardias que intentaban detenerla, utilizando los pasillos oscuros y las columnas del castillo para ocultarse. Su corazón latía con fuerza, impulsado tanto por la ira como por la adrenalina. Cuando alcanzó la gran puerta de madera tallada del despacho prohibido de Rael, no se detuvo a pensar. Con un empujón decidido, las puertas se abrieron de golpe, golpeando contra las paredes con un estruendo que resonó en la sala. Rael estaba dentro, esperándola. Sus ojos se encontraron, y la tensión se volvió insoportable.