Rael no solía cuestionarse sus decisiones. Su juicio era firme, calculador, inquebrantable. Pero aquella mañana, sentado en su despacho con la vista clavada en un punto muerto de la pared de piedra, se descubrió preguntándose por qué había salvado a Saira. Era un pensamiento inoportuno, una cuestión que no debería ocupar espacio en su mente. Y, sin embargo, ahí estaba. El desprecio que una vez sintió por ella se estaba transformando en algo más complejo, en algo que rozaba una peligrosa curiosidad.
Golpeó la mesa con los nudillos, frustrado consigo mismo. No era propio de él permitir que alguien, y menos una prisionera, porque eso era ella, interfiriera en su juicio. No había ninguna razón para que ella siguiera viva más allá de la alianza entre reinos. Y, sin embargo, había sentido aquel pinchazo de miedo visceral cuando vio la espada de Darian a punto de atravesarla. Ese miedo lo irritaba.
Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. Un mensajero ingresó con una inclinación rápida.
—Mi rey, la princesa Saira ha bajado a los calabozos. Está con Darian.
Por un instante, Rael sintió que su cuerpo respondía antes que su mente. Una tensión extraña, casi primitiva, se apoderó de él. No era enojo, ni siquiera indignación; era algo más oscuro, más intenso. Cada vez que ella desobedecía, que desafiaba su autoridad sin temor, un calor peligroso se encendía en su interior. No estaba acostumbrado a que nadie le plantara cara, y menos con esa mirada fiera que parecía prometer guerra. Era irritante. Era fascinante. Y lo peor de todo, era una sensación que nunca antes había experimentado.
Rael se puso de pie de inmediato. Sabía perfectamente lo testaruda que era Saira, pero no había imaginado que se atrevería a desafiarlo tan pronto. Sin embargo, en lugar de furia, lo que sintió fue interés. ¿Qué haría ella con Darian? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar? Mientras descendía por los oscuros pasillos de piedra, su mente divagó en los posibles escenarios: ¿Lo confrontaría con palabras mordaces? ¿Lo golpearía con la misma fiereza con la que lo desafiaba a él? ¿O tal vez intentaría sonsacarle información? La incertidumbre le produjo una sensación extraña, una mezcla de expectación y un retorcido placer por ver a Saira en su elemento. Asintiendo al mensajero, salió de la sala y se dirigió hacia las mazmorras.
Desde la sombra del pasillo, la vio dentro de la celda. Su figura erguida, la determinación en su postura, el fuego en su mirada. Y luego, sin previo aviso, la bofetada resonó en la piedra húmeda. El impacto hizo que la cabeza de Darian girara bruscamente, pero Saira no terminó ahí. Su pierna se alzó rápida y certera, asestando una patada en el estómago del prisionero, quien se dobló por el dolor.
Rael sintió que algo oscuro y divertido se agitaba en su interior. La imagen de Saira castigando a Darian le resultó irónicamente satisfactoria. Una sonrisa, pequeña e involuntaria, se le escapó. La imaginó con la misma ira, con la misma determinación, pero dirigiendo ese castigo hacia él por haberla sedado la noche anterior. La idea era absurda. Y, sin embargo, se instaló en su mente como un veneno lento. En ese momento, un estremecimiento recorrió su espalda. La amenaza que Saira había lanzado con tanta calma, con ese fuego reprimido en sus ojos, era tan palpable que no pudo evitar sentir una mezcla de miedo y fascinación. Era más de lo que nunca había anticipado de una prisionera. Era peligrosa. Y Rael no podía dejar de pensar en las consecuencias de subestimarla.
Sacudió la cabeza y apartó esos pensamientos de inmediato. No podía permitirse pensar de esa manera. Se giró sobre sus talones y regresó a su despacho antes de que Saira se diera cuenta de su presencia.
No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera y la propia princesa hiciera su entrada. Su expresión era indescifrable al principio, pero luego alzó la barbilla y cruzó los brazos.
—Gracias —dijo, con un tono inusualmente sincero.
Rael alzó una ceja, sorprendido por su tono.
Rael observó con atención, la determinación en sus ojos era palpable. Rael, con su habitual autocontrol, se acercó a ella con una ceja levantada y un destello de desafío en sus ojos.
—Sé más específica —le dijo con calma, aunque la incógnita detrás de su voz revelaba un atisbo de inquietud—. No sé a qué te refieres.
Saira lo miró fijamente, sin vacilar, y sus labios se curvaron ligeramente hacia una sonrisa fría.
—No necesitas saberlo —respondió ella, dejando claro que su amenaza no requería explicaciones.—No era necesario. La próxima vez seré más cuidadosa para que no tengas que salvarme. —Giró sobre sus talones y abandonó la sala sin esperar respuesta.
Rael se quedó mirándola salir, con la sensación de que ella misma no sabía lo que quería transmitir con sus palabras.
Cuando la puerta se cerró, se dejó caer en su silla, pasando una mano por su cabello. Su mente regresó de inmediato a la escena en la habitación. A lo cerca que había estado de verla morir. ¿Qué habría pasado si no llegaba a tiempo? La idea lo incomodó más de lo que debía. No quería analizarla. No quería ahondar en lo que sentía en aquel instante. Pero la verdad era una: el pensamiento de perderla lo había inquietado. Demasiado.
Con un suspiro exasperado, intentó racionalizar la situación. La razón por la que la había salvado era simple: ella era un activo para la estabilidad entre reinos. Su curiosidad hacia ella no era más que un deseo de entender hasta dónde podía llegar, qué tan lejos podía empujar sus límites antes de que cediera. Eso era todo. Nada más.
Rael había tenido poco contacto con mujeres en su vida y cuando vió a Saira en el baile de gala, ya la veía como una chica distinta, todo debido a el poder y respeto que irradiaba. Se podría decir que igualaba el que tenía Rael solo que ella se lo había ganado de mejores formas. Entonces se puso a pensar en frío y llegó a la conclusión de que pronto tendría que hablar con ella para establecer las normas del compromiso y hacerlo oficial, pero eso si respetándo unos limites claros.