Saira no sabía qué le esperaba al aceptar la invitación de Rael a la reunión con la nobleza de Dravenholt, pero intuía que no sería algo fácil de digerir. A pesar de su posición como prisionera, comenzaba a percibir cómo su papel dentro de aquel reino tomaba una nueva forma. No era una simple cautiva, sino un símbolo. Su presencia no solo hablaba de la victoria de Rael, sino también de una alianza latente, aunque no declarada.
Sin embargo, no podía tomar decisiones solo con base en lo que le dictaban. Necesitaba conocer Dravenholt más allá de sus muros, ver con sus propios ojos lo que realmente ocurría en el reino. Dentro de unas horas tendría que acudir a una reunión importante segun Rael para que se presente como futura reina y mano derecha en el reino. Fue así como, al caer la noche, se vistió con ropas sencillas, ocultó su identidad bajo una capucha y escapó de su aposento. Se deslizó por los pasillos con la destreza de alguien acostumbrado a eludir guardias y, cuando finalmente cruzó las puertas del castillo, sintió la fría brisa de la noche golpear su rostro. Su corazón latía acelerado. Por primera vez en mucho tiempo, era libre... aunque fuera solo por unas horas.
Con su vestido sencillo y una capucha para ocultar su rostro, se mezcló entre el pueblo, observando el estado en el que se encontraba Dravenholt. Lo que vio le heló la sangre. Las calles estaban cubiertas de polvo y miseria, los niños mendigaban a los transeúntes, y los comerciantes apenas podían ofrecer alimentos a precios exorbitantes. La guerra había drenado la prosperidad del reino, y el pueblo sufría las consecuencias.
Al ver a una madre llorando por no poder alimentar a su hijo, algo en Saira se encendió. No podía quedarse de brazos cruzados. Se arrodilló junto a la mujer, sacando de su pequeña bolsa unas monedas que había logrado esconder antes de ser capturada. La madre la miró con incredulidad, pero Saira simplemente sonrió y se levantó, sin esperar gratitud. Caminó entre los puestos del mercado, observando a los niños descalzos que jugaban con piedras y ramas, y a los ancianos que compartían entre sí las escasas raciones que podían costearse. Se detuvo cuando vio a un grupo de pequeños que la observaban con curiosidad. Les preguntó sus nombres, escuchó sus risas y hasta jugó un momento con ellos. Pronto, otros niños se sumaron y, en un arranque de impulso, Saira tomó las manos de dos de ellos y comenzó a girar, iniciando un baile improvisado. Los pequeños rieron, encantados, y pronto más personas se unieron a la escena. La plaza se llenó de música improvisada con palmas y risas. Por un instante, olvidó quién era y dónde estaba. Se dejó llevar por la energía del pueblo, sintiendo una calidez inusual en su pecho. Pero cuando alzó la vista y vio la miseria que los rodeaba, su determinación se fortaleció. No podía ignorar lo que había visto. Su corazón latía con fuerza al darse cuenta de que su presencia podía significar algo más que un trofeo de guerra. Si aceptaba el matrimonio con Rael, podría tener la influencia suficiente para cambiar la vida de aquella gente.
De vuelta en el castillo, su decisión ya estaba tomada. No sería una reina cautiva, sino una reina con poder.
Cuando un mensajero la llamó a los aposentos de Rael, Saira no se sorprendió. Sabía que aquella reunión con la nobleza sería clave, y estaba lista para enfrentarla. Se alistó con cuidado, eligiendo un vestido sobrio pero elegante, que proyectara la imagen de una mujer fuerte e inquebrantable. Aquella misma mañana, Rael había enviado un vestido para ella, uno de color azul profundo con bordados plateados en las mangas y el escote, ceñido a la cintura y con una falda amplia que caía con elegancia hasta el suelo. A pesar de su reticencia inicial, admitió para sí misma que era una elección adecuada para la ocasión. Mientras acomodaba su cabello y se aseguraba de que su postura transmitiera seguridad, su mente recorría las posibles estrategias que utilizaría al encontrarse con los nobles. ¿La verían como una aliada, como una amenaza o como una simple moneda de cambio? Cuando finalmente estuvo lista, tomó aire y salió de su habitación con paso firme seguida de sus guardias. Entró en el despacho encontrándose con la mirada penetrante de Rael.
—Te necesitaba aquí —dijo él, sin rodeos, pero su voz traicionaba un leve atisbo de tensión—. Hoy te presentaré oficialmente ante la nobleza de Dravenholt. No como prisionera, sino como una futura aliada.
Rael la recorrió con la mirada de arriba abajo, y por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de él se agitó con intensidad. Aquel vestido que había elegido para ella se ajustaba de una manera que realzaba su porte regio, pero también dejaba entrever la poderosa silueta de una mujer que no se doblegaba. Recordó el momento en que lo eligió: recorriendo los atuendos con un gesto indiferente, hasta que sus dedos se detuvieron en aquel azul profundo. No supo por qué, pero lo imaginó sobre ella, destacando la fuerza de su presencia y la intensidad de su mirada. No esperaba que le impresionara tanto verla así, y la sensación lo irritó más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Saira alzó una ceja, fingiendo sorpresa.
—¿Aliada? ¿O un peón en tu juego de poder?
Rael sonrió de lado, sin responder directamente.
—Ven conmigo. Tienes una sala llena de nobles esperando conocerte —dijo Rael, comenzando a caminar a su lado.
Saira lo siguió, ajustando su paso al de él. Durante el trayecto, la tensión se hizo palpable. Finalmente, ella rompió el silencio con un tono irónico:
—No creí que fueras de los que disfrutan de las formalidades.
Rael soltó un leve suspiro, sin mirarla.
—No lo soy, pero el consejo exige respeto. Y tú, por más que te resistas, ahora formas parte de esto.
Saira cruzó los brazos, fingiendo indiferencia.
—¿Debo sentirme halagada o atrapada?
Rael giró levemente la cabeza, sus ojos brillando con diversión.