El eco de la música aún parecía flotar en los pasillos del palacio cuando Saira, tomada de la mano de Rael, regresó a la habitación que él había dispuesto para ambos. Sus corazones seguían acelerados, no por la danza ni por las miradas de los nobles, sino por la confesión que había sellado su destino bajo la luna. Apenas cerraron la puerta, Rael la atrajo hacia sí y la besó con una suavidad que contrastaba con la intensidad de sus sentimientos.
Entre caricias y suspiros, se despojaron de todo temor, y sus manos encontraron refugio en la piel del otro. Rael deslizó sus dedos por la cintura de Saira, atrayéndola con firmeza pero sin prisas, mientras ella rodeaba su cuello, perdida en el brillo de sus ojos. Los labios se buscaron una y otra vez, compartiendo promesas silenciosas.
—No quiero que esta noche acabe nunca —susurró ella, temblando.
—No acabará —murmuró él contra su oído—. No mientras me lo permitas.
Esa noche, sin palabras mayores, entregaron su amor que hasta entonces había permanecido contenido, en una entrega que fue tan delicada como apasionada, como si con cada roce y cada beso intentaran borrar siglos de odio heredado.
Se quedaron dormidos abrazados, Saira con la cabeza en su pecho, escuchando el latido firme de su corazón, y Rael acariciando su espalda con delicadeza, en lentos círculos que parecían buscar calmar cualquier sombra de temor en ella. La observaba en silencio, sintiendo cómo la respiración de la joven se acompasaba, relajándose más con cada caricia. Rael no apartaba la vista de su rostro, fascinado por la ternura de sus facciones mientras dormía. Se detuvo a contemplar la curva de sus párpados, el leve sonrojo que el sueño le dejaba en las mejillas y la forma en que sus labios se entreabrían suavemente. Para él, en ese instante, Saira no podía parecer más perfecta. La besó en la frente con infinita ternura y le susurró al oído, creyendo que ella no podría oírle: —Te quiero, más de lo que jamás admitiría en voz alta. Luego, cerró los ojos y dejó que el sueño lo venciera también, con una mano sobre la cintura de ella, como si al tocarla pudiera mantenerla a salvo de todo.
Pero con las primeras luces del alba, la calma se quebró. El teléfono de Rael vibró insistentemente sobre la mesa cercana, una llamada urgente que no cesaba. Despacio, procurando no despertarla, deslizó su brazo bajo la almohada y se incorporó. Observó el nombre en la pantalla con el ceño fruncido: era uno de sus comandantes. No respondió de inmediato. En lugar de eso, se inclinó y besó con suavidad la frente de Saira, acariciando su hombro con la yema de los dedos. Permaneció así un instante, contemplando la serenidad de su rostro dormido y deseando poder quedarse. Finalmente, abandonó la habitación en silencio y solo al cerrar la puerta contestó la llamada, consciente de que lo que escuchara allí podría cambiarlo todo. Darian había movilizado fuerzas en la frontera y una conspiración interna amenazaba la seguridad del palacio. Sin tiempo para explicaciones, Rael dejó tras de sí el aroma tibio de la noche compartida.
Horas después, Saira despertó sola. El lugar donde Rael había dormido estaba frío. Una punzada de vacío la golpeó al no verlo allí. Intentó convencerse de que habría una razón, pero la inseguridad la invadió. Se sentó en la cama, envolviéndose con la sábana, y su mente empezó a llenarse de suposiciones oscuras. "Quizá solo fui un capricho… quizá anoche dijo cosas que no sentía", pensó, con un nudo en la garganta. El miedo a haber entregado su corazón y cuerpo para luego ser abandonada la oprimió, y no pudo evitar que sus ojos se humedecieran. Cada minuto sin verlo alimentaba la idea de que tal vez él se había marchado porque todo había sido un engaño.
Fue entonces cuando una sirvienta de mirada astuta, en realidad aliada de Darian, se acercó con una falsa expresión de pesar.
—Mi lady —dijo la sirvienta, bajando la voz y mirando a su alrededor con fingida preocupación—, he escuchado cosas inquietantes. Se murmura que el rey Rael solo buscaba una oportunidad para aprovecharse de usted. Que tras conseguirlo, planea comprometerse con otra dama de alta cuna para sellar alianzas políticas. Dicen que anoche no fue más que parte de su plan. Los pasillos hierven de comentarios y… no quería que usted se enterara por otros labios.
Las palabras calaron hondo en el corazón herido de Saira, quien, aun sin quererlo, comenzó a creerlas. La sirvienta, viendo cómo la duda se apoderaba de su señora, continuó hablando con tono venenoso.
—No debería sorprenderse, mi lady. Los hombres de poder siempre hacen lo mismo. Usan palabras dulces y caricias para obtener lo que desean, y luego las olvidan al amanecer. Usted no es la primera… y mucho me temo que no será la última.
Saira, con los ojos nublados por lágrimas contenidas, intentó defender a Rael.
—Él no es así… lo conozco.
—¿De veras? —replicó la mujer con una sonrisa ladina—. Entonces, ¿dónde está ahora? ¿Por qué no vino a buscarla? Ni siquiera ha enviado noticias. Quizá esté ya arreglando su compromiso con otra. No quiero que sufra, pero debía saberlo.
Cada palabra era una aguja más en su pecho, y sin darse cuenta, Saira comenzó a sentir el rencor quemándole la garganta.
Mientras todo eso ocurría en el palacio, Rael había pasado horas lidiando con el caos en la frontera. Desde el amanecer había cabalgado junto a sus comandantes, conteniendo movimientos sospechosos de las tropas leales a Darian y sofocando con dureza una emboscada en uno de los caminos hacia la capital. El sol estaba ya alto cuando por fin recibió noticias de que la situación se había estabilizado, pero no sin antes sufrir pérdidas. La preocupación por Saira le había pesado en cada decisión y en cada instante de la jornada, al punto de revisar una y otra vez los mensajes que su mayordomo enviaba para asegurarse de que todo estuviese en orden. En el trayecto de regreso, cubierto aún de polvo y sangre seca, Rael había intentado llamar varias veces sin obtener respuesta, y el mal presentimiento se afianzó en su pecho. Cuando cruzó por fin los portones del palacio, dejó su montura y sin detenerse a cambiarse, se apresuró a buscarla, ansioso por explicarle todo, temeroso de que algo más hubiera ocurrido en su ausencia. Pero Saira lo evitó, fría y distante, limitándose a responder con monosílabos y a apartar la mirada. Rael, desconcertado, intentó acercarse, hasta que finalmente logró interceptarla en uno de los corredores.