La noche había caído sobre Dravenholt, pero en las sombras del consejo secreto, la luz de las velas apenas iluminaba los rostros tensos de un grupo de nobles que se reunían en una cámara subterránea, apartada de los oídos y ojos leales al rey. El aire estaba cargado de conspiración, y las palabras se deslizaban como dagas envueltas en terciopelo. Entre ellos se encontraban Lord Severin, un hombre de porte imponente y mirada cruel, cuya familia había dirigido las rebeliones más sangrientas del siglo anterior, dejando tras de sí una estela de traiciones y alianzas rotas; Lady Mirthe, una mujer de sonrisa afilada y lengua venenosa, descendiente de una línea de envenenadores y maestros del chantaje que desde tiempos antiguos controlaban las cortes desde las sombras; el Barón Aleric, joven y fácilmente manipulable, heredero de una casa que había caído en desgracia por apostar al bando perdedor en antiguas guerras, y que ahora veía en esta conspiración una oportunidad de redención; y Lord Varnor, un veterano en intrigas palaciegas, cuyos ancestros habían estado detrás de asesinatos políticos disfrazados de accidentes y falsos complots. Todos ellos, descendientes de las familias que siglos atrás sembraron discordia entre los reinos y ahora planeaban preservar su poder a cualquier precio.
Lord Severin, un hombre de porte imponente y mirada cruel, tomó la palabra.
—Ha llegado el momento de actuar. Rael se ha debilitado, distraído por esa mujer… —espetó con desdén, golpeando la mesa con su copa de vino.
—La princesa Saira —corrigió Lady Mirthe, una noble de sonrisa afilada—, futura reina si él sigue a su lado. Y ahí está nuestra oportunidad. Si logramos ponerla de nuestra parte, si sembramos la duda correcta, podemos desestabilizarlo desde adentro.
Lord Severin se inclinó hacia ella, los ojos entornados.
—Podríamos presentarnos como sus verdaderos aliados —sugirió—. Mostrarle supuestas pruebas de la infidelidad de Rael, cartas manipuladas, falsas confesiones de sirvientes. Hacerle creer que somos los únicos que pueden protegerla.
Lady Mirthe asintió con una sonrisa ladina.
—O mejor aún —añadió—, podemos aprovechar su nostalgia por Eldoria. Hacerle llegar mensajes firmados con el nombre de sus padres, cartas apócrifas suplicándole que regrese, diciéndole que Rael planea usarla solo como moneda de cambio. Si logramos aislarla emocionalmente, caerá en nuestras manos sin resistencia.
—¿Y cómo planean hacerlo? —preguntó un barón más joven, visiblemente nervioso.
Lord Severin sonrió de lado.
—Ya ha empezado. La pequeña red de informantes dentro del palacio, esa sirvienta que anoche sembró veneno en su corazón… No hará falta mucho más. Solo debemos aislarla de Rael, hacerla creer que todo ha sido una trampa. Que Rael la usa como lo hicieron los hombres de su linaje.
Lady Mirthe añadió:
—Y cuando ella esté rota y enfadada, la protegeremos, le ofreceremos consejo… hasta que se vuelva contra él. Puede ser nuestra pieza más poderosa. Y si se niega… —sus labios se curvaron en una mueca cruel—, siempre hay formas de quebrar a una reina.
Los presentes intercambiaron miradas sombrías. Afuera, la guerra en las fronteras era solo una parte del caos. La verdadera batalla se libraría dentro de los muros del palacio.
Mientras tanto, Rael y Saira, aún con la determinación fresca de desenterrar la verdad histórica, desconocían la red que se tejía a su alrededor. Isolde, fiel a su palabra, había empezado a hurgar en los registros antiguos. Esa tarde se reunió con ellos en la biblioteca secreta, mostrándoles viejos libros y cartas que hablaban de pactos rotos, traiciones, matrimonios forzados y asesinatos políticos disfrazados de accidentes. En ese mismo instante, en otra parte del palacio, los nobles conspiradores se reunían discretamente en los aposentos de Lord Severin, revisando mapas, listas de aliados y mensajes cifrados. Planeaban utilizar el próximo banquete como escenario para aislar a Saira y manipularla, tejiendo mentiras cuidadosamente diseñadas para quebrarla emocionalmente. Cada uno de ellos asumió un rol: unos vigilarían los movimientos de Rael, otros se encargarían de mantener a los sirvientes leales lejos, mientras los más sutiles susurrarían dudas al oído de la princesa. La intriga avanzaba como una serpiente en la penumbra, lista para morder en el momento justo.
—Aquí —dijo la anciana, señalando un pergamino amarillento—, está la prueba de que vuestros tatarabuelos fueron amigos, no enemigos. Se escribían cartas en secreto planeando unificar los reinos, pero alguien los traicionó.
—¿Quién? —preguntó Saira, ansiosa.
Isolde bajó la voz.
—Los mismos apellidos que conspiran hoy: Severin, Mirthe, y otros. Siempre han mantenido el conflicto vivo porque les conviene. La guerra les da poder, y la paz los condenaría al olvido.
Rael apretó los dientes.
—Entonces no basta con descubrir la verdad… debemos desenmascararlos.
Esa noche, mientras ellos trazaban planes para exponer a los traidores, los conspiradores se reunieron nuevamente. Decidieron hacerlo en una vieja cripta bajo el ala norte del palacio, un lugar olvidado por casi todos salvo por los más antiguos de la corte. Las paredes cubiertas de humedad y los candelabros oxidados ofrecían un refugio sombrío y perfecto para las intrigas. Lord Severin había elegido aquel lugar porque, siglos atrás, sus antepasados lo usaron para conspiraciones similares. La entrada, oculta tras un tapiz polvoriento en un pasillo desierto, les garantizaba privacidad absoluta. Aquella noche, llegaron uno por uno, envueltos en capas oscuras, evitando cruzarse con sirvientes o guardias. Allí, entre susurros y promesas veladas, juraron sellar su traición y avanzar el plan que pondría a Rael de rodillas y a Saira como una marioneta en sus manos.
—La princesa ha sido inestable últimamente —informó la sirvienta traidora—. Si continuamos empujando, se quebrará.