El rojo carmesí de las capas que giraban como fuego al compás de la música me dejó hipnotizada por un momento; era una melodía extraña que no había escuchado nunca, salvaje y elegante, dura y gentil. Se sentía como escuchar las dos partes opuestas de todo cuanto conocía: la luz y la oscuridad, entremezcladas en un conjunto de ritmos de tambores, guitarras, violines. Me ataba con brazos fuertes y firmes, al tiempo que me liberaba para que corriera riendo, para ser tomada de nuevo.
Las sombras se reunían en las copas de los pinos. Reían. Me miraban. Y en ese instante supe que no estaba soñando cualquier cosa: era un ritual. Una bienvenida.
Plumas negras descendían en espiral sobre mí como si me coronaran. Me sentí bendecida. Por un instante, todo era risa, danza y viento dorado. Giraba entre ramas y raíces, embriagada por una libertad que nunca había sentido despierta.
—¿Qué elección tomarás? —trinaron unas voces dulces, de seres que revoloteaban a mi alrededor.
No entendí la pregunta. Solo quería seguir bailando.
El viento cambió. Las risas cesaron. Me detuve mientras la música alcanzaba su punto más alto. Un rincón de mi mente comenzó a decirme que aquello no era normal, que alguien como yo jamás podría sentir algo como eso. El sentimiento de que algo era extraño se fue intensificando conforme miraba el cielo estrellado y la hermosa luna llena.
Entonces lo vi.
Ojos amarillos, inmóviles, abiertos como lunas rotas.
—Estoy soñando —murmuré. Mirando a algunos bailarines, y con esas palabras, la música murió.
Decenas de ojos —verdes, grises y ámbar— se abrieron en la oscuridad. Todos me miraban. Terribles. Sonreían con dientes afilados. Entre todos esos ojos vibrantes, una figura se abrió paso entre los asistentes: caminaba a cuatro patas, pero cuando estuvo frente a mí, se alzó sobre dos.
Era una bestia. O quizá algo peor.
La criatura dirigió su atención a mí y, como si fuésemos viejos amigos, me sonrió revelando una hilera de dientes filosos. Mi cuerpo comenzó a temblar sin control; ya no era una persona frente a una bestia, sino un conejo atrapado por un depredador.
El sueño empezó a quebrarse. Las copas de los árboles se rasgaban, y el cielo se abría como una herida. Todo se deshacía salvo él.
—Ya casi es tiempo—dijo la bestia.
El lugar comienza a dar vueltas conforme siento que estoy despertando; las risas y trinos de las aves ya no me parecen amigables o encantadoras, voces que me reclaman algo me aturden cada vez más. El sonido se intensifica cada vez más, confundiéndose con los gruñidos de una criatura furiosa, que solo busca mi protección. Careo. En algún momento todo desaparece, todo excepto una persona: mi padre.
***
—¡Sam! —Grita mi madre desde la cocina.
Me desperté sobresaltada. Aún estaba oscuro. El reloj marcaba las cuatro de la mañana.
—No puede ser…—murmuré, con voz arrastrando el sueño.
revisé el calendario de mi escritorio. Claro. Luna nueva. Ritual de la fortuna. Otra madrugada desperdiciada en sal, rezos absurdos y pantomimas mágicas.
—¡¿Por qué en sábado, carajo?!—golpeo la almohada con frustración. —¡¿Por qué cuando estoy más cansada, maldita sea?!
—¡Samantha! — Grita Lucinda de nuevo.
—¡Ya voy! — Respondí sabiendo que no tenía escape.
Me levanto de la cama y me pongo mis pantuflas de gato para llegar a la cocina. Mi casa es de una sola planta, bastante espaciosa, hecha de madera, pero vieja y aterradora como cualquier otra casa apartada. Cuando María y yo éramos niñas, solíamos bromear con que aquí seguro habían hecho sesiones de espiritismo.
Luego comencé a ver fantasmas, Ya no me hacía gracia.
Pasé frente a la habitación de mi abuela. El olor a hierbabuena me da la bienvenida al entrar. Ella estaba despierta, con sus enormes ojos negros fijos en la nada, la saludo y reviso que sus signos vitales estén estables en el monitor cardíaco. La cama esta y las sabanas están normales: pulso normal, sin signos de sonambulismo ni pesadillas. Abro las cortinas para que entre aire fresco.
—El luisón desordenó la habitación, — dijo sin mirarme.
—No tenía idea que te gustaban paraguayos, abuela. —Bromeé, mirando una foto de ella abrazando a un hombre de cabello oscuro en una plaza que citaba “plaza de Asunción”.
—La juventud hay que aprovecharla, niña. —dijo con una sonrisa ladina.
—Mira que buen consejo…—Comienzo a decir.
—¿Aplicaste sal en el marco de la ventana? —Me interrumpe.
Y ahí estaba de nuevo: la maldita sal. El “protector universal” según mi familia. Tres generaciones de mujeres convencida de que sin rituales estaríamos a merced de quien sabe qué cosa.
—Bienvenida al mundo de los vivos, abuela. — Le dije con una sonrisa cansada.
No aparta su mirada de mi cara en ningún momento mientras la levanto un poco de la cama, le doy un poco de agua para que no tenga sed mientras vamos a hacer ese estúpido ritual. Le tomo la mano y me aprieta con fuerza como para apresurarme.
—Ya voy abuela, tómatelo con calma.
La pongo en su silla de ruedas y la llevé al patio, donde mi madre ya nos esperaba. Sus ropas ya están un poco manchadas por tierra por esa horrible planta que crece en el jardín trasero. Parecía más bruja que nunca, con esa expresión de devoción absurda en el rostro.
Tres tazas de madera estaban dispuestas en el centro de un circulo de sal.
Yo solo quería desaparecer.
Me puse los audífonos y dejé que todo corra al son de Marc Anthony con la canción Ahora quién. No es mi mejor elección para un ritual mágico, pero me ayudaba a desconectarme de las palabras que Lucinda susurraba con fervor.
Casi pude imaginar a papá riendo, cantando a todo pulmón mientras cocinaba con delantal, con esa forma suya de hacer las cosas normales, de poner orden en medio del caos.
Lo veía bailando conmigo en la cocina, girándome torpemente y burlándose de mis dos pies izquierdos.