Reinos Ocultos

Hongos

Al despertar, algo no encajaba. No era el calor del sol. Era esa sensación…como si algo se hubiera escapado entre los dedos.

Cerré los ojos un segundo más. Vi el festival, la música, las sombras… y luego a él. Los recuerdos del sueño parpadeaban en mi memoria como luces a punto de fundirse. No recordaba todo, pero sí la certeza de haber sido feliz allí.

Feliz y poderosa.

Y ahora…vacía.

—“Ya casi es tiempo…”— susurré.

Un zumbido leve llenaba mi cuarto. Cerré los ojos. Aún sentía el roce de la hierba bajo mis pies. Un escalofrió me recorrió la espalda. Me senté en la cama. El sonido de instrumentos era fuerte y claro; aunque la ventana se encontraba cerrada, la melodía, como en mi sueño, evocaba una sensación de anhelo mientras parecía rebotar en las paredes de madera.

—¿Una serenata, en serio? —pregunté con voz ronca.

«Solo si quieres que cante una ranchera»— burló Careo.

Me reí, aun temblando por dentro. Los domingos se suponía eran tranquilos. Aunque con mi guardián eso era un mito.

«Hoy será entrenamiento físico y luego mágico».

—¿No conoces el concepto de descanso, ¿verdad? —me levanté de la cama con un suspiro teatral.

«La magia no descansa. Tú tampoco»

La energía en el aire cambió. La magia siempre me rodeaba cuando él se ponía serio.

***

Cuando estuve lista para salir, busqué el diario de mi abuela: esa pequeña libreta desgastada, que solo nuestra sangre podía tocar, decorada con hilos dorados; estos sujetaban bien las páginas; las márgenes decorativas dejaban claro que perteneció a una joven amante de la naturaleza y en la primera página aparecía el nombre Melisa Osborne escrito con magia, que impedía que cualquier otra persona, fuera de su línea de sangre, pudiera leerlo.

Las páginas estaban llenas de notas sobre el bosque, espíritus y criaturas que odiaban a los humanos. También había descripciones de rituales, advertencias y consejos para no morir entre los árboles. Y por supuesto, métodos para evitar a las hadas.

Mi abuela tenía una obsesión con ellas. Siempre decía que eran peores que los demonios.

Había notas en tinta roja, otras en carbón. Algunas paginas parecían haber sido arrancadas.

Lo abrí en una hoja marcada con un pétalo seco:

Practica avanzada:

Barrera protectora a través de pacto con los Fungi”

—Hoy practicaremos inmersión—dijo Careo.

—¿Otra vez? — me quejé, pero ya sentía la magia vibrar bajo mis pies.

Me concentré. Sentí cómo la energía del bosque escarbaba en mi interior, buscando raíces. Mis recuerdos se deshicieron: papá cantando, mamá llorando, yo pedaleando en un triciclo, las palabras de amor de mi madre cuando nací, todos los recuerdos que pudieran estar conectados con mi definición de existir, de vivir y ser amada. Probablemente los veía debido a mi edad. Me sentía triste, como encadenada a una emoción que no quería en mi interior; esa era la primera señal de que estaba funcionando.

La naturaleza de la magia no comprende a la naturaleza humana.

Inhalé.

Exhalé.

Poco a poco todo se fundía.

Entrar en ese mundo interior era como caer sin fondo.

La tierra me aceptaba. La magia fluía.

La inmersión era una habilidad básica, según el diario de mi abuela y mi guardián; tal habilidad se convertía en lo más importante para que pudiera utilizar libremente mi poder. La mayoría del tiempo era Careo quien hacía el trabajo por mí, pero era más que obvio que no podía continuar de esa forma.

Los árboles que cercaban la casa se transformaron en figuras humanoides de colores intensos; la mayoría de los espíritus se ocultaban de los humanos porque los consideraban repugnantes, conmigo era una excepción. En algún punto de mi vida, aceptaron que entrenara cerca de ellos. Aunque eso no significaba que les agradara.

«Concéntrate. No pienses. siente»

—Lo intento, Careo…

«Uno de ellos está cortando la inmersión».

—Ya lo noté. —Mi cuerpo se balancea cuando siento el tirón de un espíritu de viento. —¿No puedes hablar con él o algo?

Finalmente se interrumpió el flujo. Un tirón, un corte brusco. El viento aulló.

—¡¿otra vez tú, viento idiota?!

Volví a la realidad con la energía drenada y las piernas temblorosas.

Caminé hacía la casa. Mamá esta estaba en la cocina. No dijo nada. Solo me miró. Luego cerró la puerta con fuerza.

Caminé por el pasillo, donde las fotos antiguas de mi madre aún colgaban. En una sonreía como si no hubiera conocido la muerte.

Y entonces pensé en papá.

Papá, que no podía tener hijos. Papá que se enamoró de Lucinda por internet. Papá, que me crió como si fuera suya y me defendió del mundo.

Él fue el único que se enfrentó a la locura de esta familia. Que llamó a servicios sociales cuando ella me bañaba en hierbas cítricas y me encerraba para “protegerme”

Él fue el único que hacía que esta casa se sintiera como hogar.

—Te extraño, viejo— susurré.

Apreté los puños conteniendo las lágrimas. No hubo respuesta, pero su ausencia siempre respondía.

Caminé hasta el jardín. El circulo de hongos seguía ahí. Blanquecinos, pequeños, alineados con una precisión ritual.

Recordé cómo, en cada luna llena, mi abuela me hacía poner sangre en ellos. Me pinchaba un dedo, y luego me recompensaba con dulces.

Yo lo veía como un juego. Ahora sabía que no lo era.

Era un pacto.

Una herencia sellada antes de que pudiera entender el precio.

A los doce años me lo dijeron: “tienes un don.” Pero yo ya lo sabía.

Ya había visto fantasmas.

Ya escuchaba voces.

Ya tenía a Careo.

El mundo no era solo físico. Había otra capa debajo, hecha de energía, de historia, de memoria viva.

La magia no era un talento. Era una carga. Una cicatriz genética que crecía conmigo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.