Relámpagos en la niebla

Capitulo 1: La princesa de la tormenta

En lo alto de una colina oscura, donde la niebla nunca se despejaba, se alzaba la imponente fortaleza de Noctharis. Sus murallas de piedra negra eran invisibles para el ojo común, camufladas entre la espesa bruma que se cernía como un manto sobre la región. Nadie sabía con certeza cuántos años tenía el castillo, ni cuántas generaciones de la familia real habían visto crecer las raíces de esa fortaleza en la que se gestaba la herencia de un linaje temido y venerado. Lo único que sabían era que, al igual que la niebla, Noctharis siempre estaba presente, siempre estaba esperando.

En lo más alto de esa fortaleza, donde el viento arrastraba la niebla y hacía que las estrellas parecieran más cercanas, vivía la princesa Eryndra. Con su cabello largo y rizado, que caía como una cascada oscura sobre su espalda, era la imagen misma de la tormenta. Cada paso que daba en los pasillos de su castillo resonaba como un eco, como si los muros, testigos de su crecimiento, la reconocieran como su inevitable heredera.

Desde pequeña, Eryndra había sido distinta. La electricidad que recorría sus venas no era un simple rasgo de su linaje, sino un poder ancestral, un regalo de los dioses oscuros. Sus dedos chisporroteaban cuando su mente se sumía en pensamientos inquietos, y el aire alrededor de ella a veces se tornaba pesado, como si la tormenta estuviera a punto de estallar. Un destello, y el viento cambiaba, volviendo a la calma, como si nada hubiera pasado.

Su poder no solo la hacía temida; también la hacía única. Aunque muchas veces deseaba despojarse de esa carga, sabía que su destino estaba marcado desde el momento en que nació. Era la princesa heredera, la próxima reina de Noctharis, un reino envuelto en la oscuridad y la guerra. En sus manos descansaba el futuro de un pueblo que había conocido solo el frío de la guerra y el calor de la venganza.

Pero a Eryndra, aunque fuerte, la soledad la acompañaba en cada paso. Ningún hombre en el reino se atrevía a acercarse a ella sin temor. Los murmullos decían que su poder era un mal presagio, que no se podía amar a una mujer que podía destruir con un solo pensamiento. Pero había algo en ella que siempre desbordaba la tormenta. Algo que muchos no podían ver, pero que se encontraba dentro de su alma: una lucha constante entre lo que debía ser y lo que realmente deseaba.

A su lado, siempre estaba Umbra, su caballo alado negro, cuyo nombre evocaba las sombras más profundas de la noche. Era un ser imponente, con alas tan vastas como las montañas y un pelaje tan oscuro como la misma oscuridad que rodeaba Noctharis. En los días de tormenta, cuando el viento aullaba y las lluvias caían con fuerza, Eryndra montaba a Umbra, volando sobre los cielos ennegrecidos, sintiendo el poder de la tormenta correr a través de ella. El caballo, como ella, era una criatura que pertenecía a la niebla, y su vínculo era más fuerte que cualquier palabra. Juntos, eran una fuerza indomable, una advertencia para cualquiera que se atreviera a desafiarla.

La guerra contra Velmora no era solo una batalla por tierras y títulos. Era una lucha por la supervivencia de su linaje, de su reino, de lo que representaba Noctharis en un mundo lleno de traiciones y alianzas rotas. El Rey Alistair, gobernante de Velmora, era el hombre que había prometido destruirla. Su odio hacia la familia real de Noctharis no era solo político; se basaba en algo más profundo, algo personal. Los dos reinos se habían estado enfrentando durante años, y el conflicto parecía interminable. Pero mientras la guerra se extendía, Eryndra sentía cómo el peso de la responsabilidad caía sobre sus hombros, convirtiéndola en una pieza clave en un juego cuyo desenlace ya estaba escrito en las estrellas.

El destino de Noctharis, su pueblo y su familia estaba marcado por las mismas fuerzas que habían formado su destino como princesa. No podía huir de ello, ni deseaba hacerlo. Sin embargo, siempre había algo que la inquietaba, algo que parecía ser un giro en el curso de los acontecimientos. Algo relacionado con el nombre que había estado retumbando en su cabeza durante los últimos días.

"Kael".

Era el nombre del hijo del rey Alistair, el príncipe de Velmora. Un nombre que traía consigo la promesa de una guerra aún más sangrienta, pero también el eco de un futuro incierto. Durante años, Eryndra lo había escuchado mencionar en los susurros de los consejeros y los generales. Kael, el guerrero formidable. Kael, el príncipe arrogante. Kael, el enemigo que debía ser destruido.

Pero había algo en su nombre que no dejaba de atormentarla, algo que le decía que su encuentro no sería solo una cuestión de batalla y estrategia. Había algo más profundo en esa conexión, algo que el destino, en su caprichoso juego, estaba por revelar.

Era una noche oscura, y la tormenta arremetía con fuerza sobre la fortaleza de Noctharis. Los truenos rugían, y el viento agitaba las ventanas de la torre de Eryndra, quien, sentada frente a la chimenea, observaba el fuego con la mente perdida en pensamientos de guerra, de traición y, sobre todo, de Kael. De repente, un susurro, como el viento mismo, recorrió la sala, y Eryndra sintió una extraña presencia. Era como si la tormenta se hubiera detenido por un breve momento, esperando que algo sucediera.

Sin previo aviso, la puerta se abrió.

En el umbral, con una presencia imponente, apareció una figura envuelta en la niebla. Un hombre alto, con el cabello oscuro y desordenado, sus ojos oscuros como la noche misma, desafiantes y penetrantes. Su rostro estaba marcado por la determinación, pero también por algo que Eryndra no pudo identificar de inmediato.

Él la miró, y la electricidad en sus dedos chisporroteó, como si el poder de la tormenta reconociera al otro ser que, de alguna manera, también pertenecía a la oscuridad.

—Kael —dijo él, con voz grave, como si el aire mismo se llenara de tensión.

El nombre retumbó en la mente de Eryndra, y por un instante, el mundo pareció detenerse. La princesa de la tormenta no sabía si la tormenta había comenzado, o si ya había llegado el momento de encarar la verdad que había estado esperando, aunque no lo supiera aún.




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