Relámpagos en la niebla

Capítulo 8: La Decisión de Kael

El sol comenzaba a ponerse cuando Kael se adentró en el bosque que rodeaba el castillo de Noctharis, las sombras alargándose bajo los árboles y tiñendo el mundo de tonos dorados y naranjas. La cita había sido acordada, y aunque en su pecho se arremolinaban sentimientos encontrados, sabía que no podía evadirla. Era hora de que pusieran fin al caos que sus corazones habían creado.

Él había sido claro consigo mismo: todo había cambiado, ya no podía negar lo que sentía por Eryndra, pero también sabía que había un precio que tendría que pagar. No solo su vida, sino todo lo que conocía, todo lo que había jurado proteger.

Sin embargo, la conexión entre ellos era irrompible, una corriente invisible que no podía cortar con un simple corte de espada.

El lugar del encuentro estaba al borde de un acantilado, donde las olas golpeaban las rocas con furia. El sonido del mar agitado acompañaba a los pensamientos de Kael mientras esperaba. Se recostó contra un árbol, observando la distancia, como si allí, en ese espacio vacío entre su reino y el de Eryndra, se encontrara la respuesta a sus dilemas.

Pocos minutos después, una figura apareció entre la niebla. Eryndra, vestida con su capa oscura, con el cabello al viento, caminaba hacia él con esa mezcla de elegancia y poder que solo ella poseía. Su presencia era magnética, como si el aire mismo la reconociera. Su corazón latió con más fuerza al verla, y aunque sabía lo que debía hacer, la vulnerabilidad en sus ojos lo hizo dudar por un instante.

“Kael,” dijo Eryndra, su voz suave pero firme.

“Eryndra,” respondió él, su mirada fija en ella. No sabía si lo que sentía era amor, desesperación o miedo, pero lo que sí sabía es que no podía seguir viviendo en la incertidumbre. “Ya hemos esperado demasiado, ¿no?”

Ella asintió, acercándose un paso más hacia él. “No puedo seguir viviendo con el miedo de que me hagas daño. No puedo seguir viviendo con la idea de que lo que sentimos es solo una ilusión que se desvanecerá en cuanto la guerra nos consuma.”

Kael bajó la mirada, sintiendo cómo una punzada de tristeza lo atravesaba. “No es una ilusión, Eryndra. Lo que siento por ti es tan real como el sol que se oculta en el horizonte. Pero mi lealtad a mi padre, a mi reino, me arrastra hacia un lugar del que no puedo escapar. Yo… no puedo ser el enemigo de todo lo que representas.”

“Lo sé,” dijo ella, acercándose un paso más. “Pero no quiero vivir con el arrepentimiento de no haberlo intentado. No quiero ser la princesa que nunca amó, que nunca luchó por lo que realmente quería.”

Kael la miró, y por un momento, todo en su interior pareció quebrarse. Sabía que estaba en la encrucijada de su vida. Si se quedaba con ella, perdería todo: su padre, su reino, su legado. Pero si la dejaba ir, perdería algo aún más valioso: su alma.

Entonces, alzó la mano, tocando su rostro con una suavidad que no sabía que poseía. “Te amo, Eryndra,” murmuró, como si fuera un secreto que solo ellos pudieran escuchar. “Te amo con todo lo que soy, y por eso, te dejaré ir.”

Ella parpadeó, sorprendida por sus palabras. “¿Qué? ¿Por qué?”

“Porque si sigo a tu lado, seré la razón de tu destrucción. La guerra no va a detenerse, y con ella vendrán las sombras, las mentiras… y tú, mi amor, no mereces ser atrapada en esa oscuridad.” Su voz tembló por la emoción. “Te dejaré ir, para que puedas vivir. Para que puedas ser libre.”

Eryndra no dijo nada al principio. La tristeza llenó sus ojos, pero también vio algo en él que nunca antes había comprendido: su sacrificio. Ella sabía que su amor por él era más grande de lo que el destino les permitiría vivir.

“Entonces, ¿es este el final?” preguntó ella, su voz quebrada, como si la misma idea de separarse fuera demasiado dolorosa.

Kael la abrazó, sin pensarlo, con la fuerza de alguien que no quería dejar ir lo único que le daba paz en este mundo. “No es el final,” susurró en su oído. “Solo una pausa, una tregua en nuestra guerra interna. Porque si el destino nos separa, entonces me aseguraré de que, algún día, nos volvamos a encontrar.”

Eryndra cerró los ojos, disfrutando del momento, aunque sabía que no duraría. Porque en cuanto se separaran, las sombras regresarían a sus vidas.

El viento helado acariciaba la piel de Kael mientras cabalgaba solo por el oscuro camino que serpenteaba entre los árboles. La luna brillaba tenuemente sobre su cabeza, bañando el paisaje de un plateado fantasmagórico. No había rastro de vida, nada más que las sombras que lo rodeaban y el sonido de las cascos de su caballo en la tierra húmeda. Kael estaba solo, pero no por elección. El eco de su conversación con Eryndra seguía retumbando en su mente, como una melodía que se negaba a desvanecerse.

Habían hablado de sus sentimientos, de lo que sus corazones ansiaban, pero también de lo que los separaba. La guerra. La obligación. El peso de los reinos que pesaba sobre ellos como una losa de piedra. No podían ser simplemente Kael y Eryndra, dos personas que se amaban a pesar de todo. No cuando sus mundos estaban en guerra. No cuando sus padres los observaban como piezas de un tablero, listos para ser movidas.

Cada paso que su caballo daba hacia Velmora parecía una eternidad. El camino de regreso a su reino nunca había sido tan largo, y no solo por la distancia física que lo separaba de su destino. Había una distancia mucho mayor, una grieta profunda que se estaba abriendo en su pecho y que no podía ignorar.

Eryndra. Su nombre, siempre tan distante, ahora ocupaba cada rincón de su mente. Sus ojos, su risa, la forma en que su cuerpo se había acercado al suyo en la oscuridad de la noche. Todo en ella era una contradicción, una fuerza que desafiaba todo lo que él había aprendido sobre lealtad y guerra. En ese instante, se dio cuenta de lo aterrador que era estar tan cerca de alguien que podía destruir todo lo que había conocido, y sin embargo, deseaba que nunca la dejara ir.




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