Relámpagos en la niebla

Capítulo 10: El Baile en la Tormenta

La luna llena iluminaba el pequeño pueblo en las afueras de Noctharis, donde las luces titilaban entre las sombras de los árboles. El aire estaba fresco, impregnado con el aroma a tierra mojada de la reciente lluvia, mientras el sonido suave de una flauta y un tambor llenaban la noche. Era un pueblo común, alejado de las intrigas palaciegas, un lugar donde los susurros de la guerra parecían no alcanzar.

Eryndra, a pesar del peso del destino que siempre la acompañaba, se sentía por fin ligera, casi liberada de la ansiedad que la había acompañado durante los últimos días. Kael había propuesto este escape, una noche para ellos, para sentir que no existía nada más que el latido de sus corazones y el murmullo del viento entre las copas de los árboles. Ambos necesitaban una pausa de la vorágine que los rodeaba, aunque sabían que la guerra no dejaría de acechar en cualquier momento.

Los dos llegaron a la entrada del pueblo montados en sus caballos, ocultos bajo capas oscuras para no ser reconocidos. Kael, más alto que cualquier hombre en el pueblo, con su cabello negro cayendo sobre sus hombros, parecía un espectro en la oscuridad. Eryndra, con su vestido de seda oscura, que parecía absorver la luz, se mantenía a su lado como si fuera parte del paisaje nocturno, invisible y eterna. A pesar de los años de guerra que los separaban, esa noche solo importaba lo que sucedía entre ellos.

De repente, un alegre bullicio llegó a sus oídos: música, risas y un destello de luces en medio de la plaza del pueblo. Se acercaron con cautela, ocultándose en los callejones, hasta llegar a un rincón donde pudieron ver sin ser vistos. Un baile estaba en pleno apogeo.

El lugar donde se celebraba el baile estaba escondido en una pequeña plaza del pueblo, rodeada de casas de piedra que se elevaban tímidamente hacia el cielo estrellado. A pesar de lo sencillo del entorno, la atmósfera estaba impregnada de una magia inconfundible. El suelo de la plaza estaba cubierto de losas de piedra antiguas, algunas desgastadas por el paso del tiempo, pero cada rincón había sido decorado con una dedicación que reflejaba la esperanza de los aldeanos.

Cientos de pequeñas luces, colgadas de hilos invisibles entre los árboles cercanos, parpadeaban suavemente, creando un efecto que hacía parecer que las estrellas se habían caído al suelo. A su alrededor, las ramas de los árboles, robustas y antiguas, se balanceaban con la brisa nocturna, sus hojas brillando bajo la tenue luz, creando sombras que se movían como figuras espectrales entre los bailarines.

En el centro de la plaza, una pista de baile improvisada se había formado, marcada por una serie de alfombrillas de colores que delineaban el perímetro del espacio. En ella, los aldeanos danzaban sin preocupación, olvidando las cargas del mundo exterior por un par de horas. El sonido de una flauta y un tambor acompañaba los movimientos fluidos de los bailarines, el ritmo vibrando en el aire mientras las personas giraban y se desplazaban con una ligereza que parecía desafiar la gravedad.

En las esquinas de la plaza, algunas mesas con antorchas encendidas servían de punto de encuentro para los más tranquilos. Los aromas de pan fresco y carne asada se mezclaban con la frescura de la noche, y se podía escuchar a los aldeanos reír y conversar entre ellos. La sensación de comunidad estaba en el aire, palpable en cada gesto, en cada palabra. La gente estaba conectada, y por esa noche, la guerra, las tragedias, y los reinos distantes quedaban atrás.

Al fondo, más allá de la pista de baile, se alzaba una fuente de piedra que susurraba suavemente, como si también quisiera participar en el ambiente festivo, mientras los reflejos de las llamas de las antorchas danzaban sobre el agua, creando una ilusión de luces flotantes.

La plaza estaba rodeada de pequeñas callejuelas empedradas que conectaban las casas, y a pesar de la animada actividad en el centro, se podía sentir una quietud misteriosa en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido allí, esperando que algo importante ocurriera.

Fue en este ambiente, tan ajeno a las responsabilidades y las guerras, donde Eryndra y Kael se encontraron, rodeados por la belleza simple del mundo que tanto deseaban alcanzar, aunque sabían que no podían quedarse mucho tiempo. La magia de la noche los envolvía, y por un breve momento, no había reinos enfrentados, ni promesas rotas, solo dos almas buscando su lugar en el vasto caos del universo.

“Es un festín para los sentidos,” susurró Kael, observando con atención la celebración que se desarrollaba frente a ellos. Las personas reían, giraban al ritmo de la música, con las mascaras cubriendo sus rostros, ocultando sus identidades, pero no la alegría en sus ojos. La vida, en su forma más pura, aún florecía en ese rincón del mundo.

Eryndra se giró hacia Kael, una chispa de travesura iluminando su rostro. “Deberíamos unirnos. ¿Qué dices? Nadie sabrá quiénes somos.”

Kael la miró, primero sorprendido por la idea, pero luego, viendo la luz en sus ojos, no pudo resistirse. “¿Te atreves?” preguntó, su voz cargada de una mezcla de desafío y ternura.

Eryndra asintió con una sonrisa traviesa. “Creo que ambos necesitamos olvidar por un momento todo lo que nos pesa. Olvidar la guerra, las mascaras que siempre usamos. Esta noche, solo seremos dos personas, sin títulos, sin responsabilidades.”

Así que, con una sonrisa cómplice, ambos se dirigieron al borde del baile, buscando una máscara para cubrir sus rostros. Eryndra eligió una máscara de encaje negro que destacaba su piel pálida, y Kael, que no era conocido por ocultar su presencia, optó por una máscara sencilla pero elegante, que dejaba entrever solo la intensidad de sus ojos.

Cuando ingresaron al baile, la atmósfera cambió. Las luces brillaban como estrellas en la oscuridad, y la música envolvía todo, creando un espacio suspendido en el tiempo. Nadie los reconoció. Nadie sabía que el futuro de dos reinos estaba representado en aquella danza.




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