Relámpagos en la niebla

Capítulo 15: El Último Susurro

La guerra había llegado a su fin, pero con ella también lo había hecho la esperanza. El campo de batalla estaba marcado por cicatrices profundas: cuerpos caídos, ruinas de pueblos, ecos de una violencia que no había dejado más que desolación. Pero lo peor, lo que ni el tiempo ni la guerra podrían borrar, era la marca que quedaba en el corazón de Eryndra.

El cielo, antes sombrío y oscuro, ahora parecía tan desolado como su alma. La tormenta había cesado, pero el aire seguía cargado de una tensión que solo el silencio podía ofrecer. Se encontraba frente a él, allí, en el borde de la llanura desvastada, bajo la luz tenue de un sol que apenas lograba atravesar las nubes. Kael, derrotado, gravemente herido y arrinconado por la verdad que había sido tan cruel, estaba allí, arrodillado frente a ella.

El olor a tierra quemada y sangre aún flotaba en el aire, pero en ese instante, todo parecía un eco distante. Solo existían ellos dos. Eryndra, con el corazón roto pero sin lágrimas, y Kael, quien no pudo evitar que su alma se desangrara al verla.

Él la miraba, sus ojos cansados, pero llenos de una tristeza tan profunda que parecía traspasar la barrera de las palabras. Cada movimiento, cada suspiro suyo, cada intento de levantar la cabeza estaba marcado por el arrepentimiento. Todo lo que había hecho, toda la guerra, la traición… todo se desmoronaba en ese último encuentro. En ese último susurro.

—Eryndra… —su voz era apenas un murmullo, pero aún con la fuerza suficiente para atravesar la fría distancia que los separaba—. Siempre te amé.

Esas palabras cayeron como un rayo en su corazón. La había herido, había destrozado todo lo que alguna vez habían sido, pero ahora, en sus ojos, ella podía ver la verdad que él le había ocultado. El dolor de lo irremediable. El remordimiento que nunca podría sanar.

Eryndra, sin moverse, simplemente lo observó. No había gritos, ni gestos de furia. Su rostro, aunque sereno, estaba marcado por una melancolía que nada podía borrar. Sabía que no importaba lo que él dijera. No importaba cuánto hubiera sufrido, cuánto le hubiera dolido la guerra y la traición. No importaba el arrepentimiento que reflejaba en sus ojos ahora. Lo que más le dolía no era la traición, sino el hecho de que ella había amado a alguien que, aunque decía amarla, no había sabido cómo protegerla, no había sabido cómo elegirla por encima de todo lo demás.

Ella se inclinó ligeramente hacia adelante, observando cómo el último vestigio de su orgullo, su lealtad, su humanidad, se disolvían en el aire entre ellos.

—Kael… —su voz era casi un susurro, quebrada por todo lo que había vivido, por todo lo que había perdido—. No sabes lo que me has hecho. No sabes cómo me dejaste atrás, cómo destruíste mi mundo, mi esperanza. Todo lo que creí en ti, todo lo que vi en ti… lo destrozaste.

Kael bajó la cabeza, incapaz de mirarla más, y en su corazón, una punzada de dolor y desesperación lo atravesó con fuerza. Él había sido el causante de su dolor, y no había nada que pudiera hacer para devolverle lo que le había quitado. No podía sanar la herida que había abierto en ella, la herida profunda de su alma, ni su desconfianza.

Eryndra dio un paso atrás. Su corazón latía de manera errática, pero al mismo tiempo, lo que sentía era un vacío, como si todo lo que había dado, todo lo que había amado, se desvaneciera con cada latido que pasaba. La guerra había llevado mucho más que su pueblo, mucho más que su reino. Había destruido la posibilidad de un amor verdadero, la posibilidad de una vida juntos.

—No sé si alguna vez podré perdonarte, Kael. No sé si alguna vez volveré a creer en lo que me dijiste… No sé si alguna vez volveré a amar. —Sus palabras eran un suspiro que se perdía en el viento, pero Kael las escuchó con la intensidad de alguien que sabe que todo lo que ha perdido jamás volverá.

Un dolor indescriptible se reflejó en su rostro. El peso de sus decisiones lo aplastaba, y aunque su amor por Eryndra seguía vivo, él sabía que ya no había forma de sanar lo que había roto.

—Te amé, Eryndra —susurró de nuevo, más débil esta vez, como si se desangrara por dentro. Pero Eryndra no podía permitirse escuchar esas palabras otra vez. Sabía que ya era tarde, demasiado tarde para creer en ellas. Lo que había sucedido no podía ser deshecho.

Ella lo miró una última vez, sus ojos vacíos de cualquier emoción más allá de la decepción y el dolor. No podía seguir mirando a la persona que había arruinado todo por lo que alguna vez habían luchado.

—Adiós, Kael. —Sus palabras fueron una sentencia, fría y definitiva.

Kael se encontraba de pie, herido, con el cuerpo agotado y marcado por la lucha, pero lo que más pesaba sobre él no eran sus heridas físicas. No, lo que más le dolía era el vacío en su pecho, la certeza de que todo lo que había querido se había desvanecido en la oscuridad de su propia traición. Y frente a él, con la mirada fija y fría, estaba Eryndra.

Había sido ella quien le había dado la esperanza de un futuro diferente, de un amor que trascendiera las fronteras de la guerra, las sombras de sus destinos impuestos. Pero él, por su debilidad, por sus decisiones erradas, lo había destruido todo. Y ahora, lo único que quedaba era el peso de la culpa, el peso de la traición.

Eryndra no lo miraba con odio. No, eso habría sido más fácil. En sus ojos, brillaba algo mucho más doloroso: indiferencia. Ella lo había amado con cada fibra de su ser, y ahora él solo era un recuerdo roto, un eco lejano de algo que nunca podría ser.

Kael dio un paso hacia ella, su voz temblando mientras trataba de atravesar la barrera invisible que ella había levantado entre ellos.

—Eryndra... por favor... no me dejes... —su voz quebrada sonaba como una súplica desesperada, pero en sus ojos brillaba la impotencia. Sabía que ya no había nada que pudiera hacer para cambiar lo que había pasado, pero aún sentía una esperanza vana, un destello de que quizás, tal vez, ella podría escuchar sus palabras.




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