Relato

El Susurro de la Noche de Halloween

Era la noche de Halloween y el pequeño pueblo de Eldridge estaba bañado en una atmósfera de misterio y emoción. Las hojas crujían bajo los pies de los niños que, disfrazados de fantasmas, piratas y criaturas de la noche, recorrían las calles en busca de dulces. Las luces de las calabazas titilaban en cada esquina, y un aire de expectación llenaba el ambiente. Sin embargo, este año había algo diferente en el aire; una sensación inquietante que parecía susurrar secretos ancestralmente enterrados.

En el corazón del pueblo se erguía una antigua mansión, abandonada hacía décadas. Los antiguos habitantes se habían ido sin dejar rastro, y la casa había sido objeto de muchas historias de terror. Se decía que estaba maldita, que sus murallas guardaban secretos que nunca debían ser revelados. Los niños siempre se acercaban, desafiando su valentía, pero nunca uno solo se atrevería a cruzar el umbral. Sin embargo, aquella noche, el grupo de amigos compuesto por Clara, Tomás, Laura y Javier decidió que era el momento de enfrentarse a sus miedos.

—¡Vamos! —gritó Clara, con una mezcla de emoción y temor. Ella era la más audaz del grupo, siempre en busca de aventuras.

Los chicos se miraron, sus rostros iluminados por la tenue luz de la luna. Habían planeado este momento durante semanas, y aunque sabían que había algo inquietante en aquella antigua mansión, la idea de pasar la noche allí les parecía irresistible.

Cada uno de ellos llevaba linternas y dulces en sus mochilas, preparados para sustentar un maratón de historias de terror y quizás un poco de exploración. Se acercaron lentamente a la mansión. Las ventanas estaban cubiertas de polvo y telarañas, y la puerta, vieja y crujiente, parecía que iba a ceder a la primera presión.

—¿Estás seguro de que queremos hacer esto? —preguntó Tomás, retrocediendo un poco.

—¡Claro que sí! —respondió Javier, con una sonrisa traviesa—. Si no lo hacemos ahora, nunca lo haremos.

Con una decisión compartida, empujaron la puerta. Esta se abrió con un quejido desgarrador, como si la casa misma estuviera despertando. El aire era denso y frío, y un olor a moho y madera podrida llenaba sus pulmones. A medida que cruzaban el umbral, el ambiente se tornó sombrío. La luz de sus linternas danzaba sobre las paredes cubiertas de pintura descascarada y sombras misteriosas que parecían moverse con ellos.

Los cuatro amigos comenzaron a explorar la mansión, riendo y contando chistes para ahuyentar el miedo que empezaba a filtrar por sus corazones. Cada habitación que entraban era más inquietante que la anterior. En una de las salas principales, encontraron un viejo piano cubierto de polvo. Clara, siempre la más valiente, se acercó y, con un toque suave, presionó una tecla. El sonido resonó por toda la casa, como un eco de tiempos pasados.

—¡Guau! —exclamó Laura—. ¿Quién lo habrá tocado por última vez?

De repente, un fuerte golpe resonó en el segundo piso. Los cuatro se quedaron en silencio, mirándose con curiosidad y un toque de miedo.

—¿Qué fue eso? —susurró Tomás, susurrando más a sí mismo que al grupo.

—Probablemente una rata —dijo Javier, tratando de aparentar valentía—. Vayamos a ver.

Con precaución, subieron la escalera que chirriaba bajo su peso. Al llegar al segundo piso, un largo pasillo se extendía ante ellos, flanqueado por puertas cerradas. Al fondo, la luz de una habitación parecía parpadear, como si alguien estuviera adentro.

—¿Deberíamos entrar? —preguntó Laura, un leve temblor evidenciaba su nerviosismo.

—Sí, por supuesto. ¡Estamos aquí para eso! —respondió Clara, empujando la puerta con firmeza.

Al abrirla, se encontraron con una habitación cubierta de polvo, pero en el centro había un viejo espejocon un marco dorado que brillaba a pesar del moho. En el espejo, los reflejos de los amigos parecían desvanecerse, y en su lugar aparecieron rostros lejanos, de niños que una vez habían vivido en la mansión.

Al mirarse en el espejo, sintieron un escalofrío recorrer sus espinas. Clara se atrevió a dar un paso más cerca. A medida que lo hacía, los rostros en el espejo comenzaron a susurrar, un murmullo uniforme que llenó la habitación. “¡Ayúdanos!”.

—¿Qué está pasando? —dijo Tomás, retrocediendo, manifestando su inquietud.

—¡Cállense! —gritó Clara, pero su voz se perdió en el eco de los susurros. Algo en su interior le decía que había una conexión entre el espejo y la historia de la mansión. Era como si esos niños estuvieran atrapados en el tiempo, esperando ser liberados.

—Debemos hacer algo, no podemos dejarlos así —propuso Laura, sintiendo una urgente necesidad de actuar.

Después de discutir, decidieron intentar romper el hechizo que mantenía a los espíritus atrapados. Al unísono, comenzaron a hablar, contando historias de valentía y amistad, historias de cómo ellos mismos habían enfrentado sus miedos. A medida que lo hacían, los rostros en el espejo parecieron calmarse, el murmullo se tornó en susurros de gratitud.

Fue entonces cuando una ráfaga de viento helado sacudió la habitación, y el espejo empezó a brillar intensamente. Clara sintió que algo tiraba de ella, como si el reflejo quisiera abrazarla. Pero antes de que pudiera asustarse, un destello de luz iluminó la habitación, y los reflejos de los niños desaparecieron, dejando tras de sí un silencio abrumador.

Los cuatro amigos se miraron, sin aliento y con una mezcla de asombro y alivio.

—¿Lo hicimos? —preguntó Javier, su corazón palpitando con fuerza.

No había palabras para describir lo que acababan de experimentar. Habían levantado una carga que había durado décadas, desnudando los secretos del pasado. Sin embargo, el brillo del espejo se desvaneció, y una sensación de calma envolvió la habitación.

Decidieron que era hora de marcharse. Descendieron las escaleras y salieron de la mansión, sintiendo que la carga que había estado sobre sus hombros se había aligerado. Aunque el aire seguía frío, ya no era el mismo aire pesado de antes; había una frescura y libertad que les daba esperanza.




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