En la rivera del Río Urtias,
El agua del río aún corría a sus espaldas, susurrando entre piedras y raíces como si nada hubiese sucedido. Como si el fuego no hubiera devorado a su ejército, ni aullado sobre los cielos de aquella monstruosidad titánica que aún desgarraba la cordura de su mente. Pero Tianna Guardia Corona sabía que el río no mentía: simplemente olvidaba rápido.
A diferencia de ella.
Sus botas, ennegrecidas por la ceniza del bosque y manchadas con la sangre seca de amigos y desconocidos, avanzaban con rigidez. El hombro derecho le dolía, oculto bajo la hombrera astillada que, de milagro, no había saltado en mil pedazos durante la carga. Tenía la mandíbula tensa, los labios partidos, y los ojos anegados no por llanto, sino por polvo, humo… y el reflejo del recuerdo.
Volvía al campamento.
Si es que a aquel conjunto de estandartes rotos, tiendas rasgadas y hombres derruidos se le podía llamar campamento. Algunos soldados estaban sentados en silencio, con la mirada perdida. Otros ni eso: permanecían de pie, tiesos, como estatuas mutiladas incapaces de comprender que seguían vivos. El humo aún se arrastraba entre las copas altas de los árboles, filtrando la luz del amanecer en haces pálidos, casi funerarios.
Un escudero la vio y se apresuró a erguirse. Intentó hacer la venia, pero tropezó al ponerse de pie. No era más que un niño. Tianna apenas le dedicó una mirada. No podía. No ahora. No cuando cada rostro joven le recordaba a los que no pudo salvar.
Cruzó entre ellos como una sombra de sí misma. Algunos intentaron saludarla, otros susurraron su nombre con reverencia; pero nadie se atrevió a hablarle de frente. Sabían que el silencio que arrastraba era más pesado que su armadura.
Recordó el último momento antes de ordenar la retirada. Los gritos, los rugidos, el calor de aquella criatura que no tenía nombre, pero que todos ya temían como una profecía hecha carne. Recordó las órdenes que había dado —gritadas con convicción, pero teñidas de desesperación—. Había creído poder contener la embestida. Había subestimado el poder de algo que no debía existir.
Y pagaron por ello. Cien mil almas partieron con ella. Ahora quedaban poco más de tres centenares, y muchos de ellos solo lo estaban en cuerpo.
Se detuvo en el centro del claro. A su alrededor, el campamento improvisado trataba de reconstruir algún orden. Unos soldados intentaban levantar empalizadas con ramas. Otros recogían lo que podían de los pertrechos. El Capitán de una de sus escuadras, Melkior, que había perdido un brazo, organizaba con increíble entereza a un pelotón de supervivientes. La miró. No dijo nada. Solo la saludó con un leve movimiento de cabeza. Era suficiente. Entre soldados, la dignidad rota no se pronunciaba en voz alta.
Tianna cerró los ojos por un instante.
¿Estoy capacitada para seguir?--- Pensó.
No lo sabía. No tenía respuestas, ni profecías, ni consuelos. Solo la certeza de que debía llegar a la capital, viva, de una sola pieza, y decirle al Rey que el mundo como lo conocían había cambiado. Y que lo peor no había hecho más que comenzar.
Abrió los ojos. Respiró hondo.
Y caminó hacia su pabellón caído para comenzar a redactar los primeros informes.
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En el interior de la Tienda de la Mariscal,
La pluma temblaba ligeramente en su mano.
Tianna la observó, con los dedos aún manchados de barro seco y sangre vieja. Llevaba un buen rato intentando comenzar el informe, pero las palabras no se dejaban atrapar. No había retórica, ni forma ceremonial, ni apertura protocolar que pudiera contener lo que estaba a punto de narrar.
“A la atención de Su Majestad Jarvan IV, Rey de Demacia, portador de la corona de la Espada de Luz...”
Hasta ahí había llegado. El resto era un páramo de pensamientos rotos.
Se encontraba bajo lo que quedaba de su tienda, sostenida por dos lanzas cruzadas y una capa remendada. Había improvisado un escritorio sobre una caja de pertrechos y usaba como asiento una piedra grande. Frente a ella, el pergamino extendido temblaba levemente con el viento del bosque. Alrededor, los sonidos del campamento eran tenues: un martilleo ocasional, el resoplar de un caballo, el chasquido de una rama lejana.
Tianna se inclinó hacia el pergamino, tomó aire, y escribió con trazo firme:
“...debo informar la pérdida total de la Vanguardia Valerosa en la batalla de Arnoh. El enemigo al que nos enfrentamos no pertenece a ninguna fuerza identificable de Noxus. Posee unidades desconocidas, de poder desmedido, y comandadas por una estrategia y estructura militar ancestral...”
Se detuvo. Pensó en los catafractos. En la infantería de lanzas interminables. En los Ragnum que brotaban del fuego. En el dragón colosal.
¿Cómo describir algo que no tiene parangón? ¿Cómo advertir sin parecer una lunática?
Estaba a punto de continuar cuando un estruendo interrumpió su concentración: el galope de un caballo demasiado apresurado para ser de patrulla. Un mensajero irrumpió en el claro, cubierto de sudor y hollín, la capa desgarrada por la carrera.
—¡Mariscal! —gritó antes de desmontar de un salto torpe—. ¡Informe urgente del flanco suroeste!
Tianna se puso de pie, la pluma aún en su mano.
—Habla.
El mensajero se cuadró, aunque le temblaban las piernas.
—Se ha confirmado el avistamiento de varias criaturas de fuego. Están cruzando el bosque, a no más de quince minutos de nuestra posición. Nuestros hombres les llaman Ragnum, señora. Vienen directos hacia aquí.
El pulso de Tianna se detuvo un segundo.
Ragnum.
Era solo un nombre, un intento desesperado de los soldados por ponerle etiqueta a lo imposible. Criaturas de hierro y fuego, sí, pero en verdad eran algo más antiguo, más profundo. Algo que no tenía nombre porque nunca debió haber vuelto a caminar sobre Runaterra.