Demacia – Puerta Occidental, explanada de ingreso,
Patio de los Estandartes Caídos,
Las losas de mármol claro reflejaban el sol de la tarde cuando el reducido contingente avanzó bajo el arco monumental. No sonaban trompetas, no ondeaban banderas. Apenas el rechinar triste de carros y el paso arrastrado de doscientos soldados exhaustos interrumpían el murmullo curioso de los transeúntes que se agolpaban detrás de las barandillas.
Al frente cabalgaba Tianna Guardia Corona. La armadura, antaño pulida como espejo, mostraba abolladuras y vetas de hollín; el estandarte roto de la Vanguardia Valerosa colgaba a medias, atado a la silla de su yegua blanca. Levantó la vista y vio, tras la cortina de guardias imperiales, un rostro conocido que descendía corriendo los escalones del atrio: cabello rubio recogido, túnica azul cielo y los ojos tan luminosos como su nombre.
— ¿Tía…? —preguntó Luxanna Crownguard, deteniéndose a escasos pasos, confusa ante la escena.
Los soldados a su alrededor —muchos vendados, otros apoyados en lanzas convertidas en muletas— pasaban a su lado, inclinando la cabeza. Lux observó, incrédula, la menguada comitiva:
“Partieron miles… y vuelven cientos”, pensó con un nudo en la garganta.
Tianna desmontó con un suspiro áspero. Sus botas hicieron eco sobre el mármol. Sólo entonces Lux distinguió en la mirada de su tía una mezcla de cansancio insondable y determinación férrea.
— Tía, ¿qué ha pasado? —insistió, dando un paso adelante—. Todos esperaban noticias de victoria y…
Tianna apenas alzó una mano enguantada.
— Lux, regresa con tu hermano. Quédate en casa y espera informes oficiales. —Su voz sonó templada, cortante; el tono militar cubría cualquier afecto—. Ahora no.
Lux parpadeó, herida por la frialdad. Pero leyó algo más profundo en los ojos de Tianna: miedo controlado, urgencia contenida.
— ¿Puedo ayudar en…?
— A casa —repitió Tianna, esta vez más suave, pero igual de firme—. Por favor.
La joven mordió su labio, asintió con un leve temblor y se apartó, observando cómo su tía tomaba de nuevo las riendas y encaminaba la yegua rumbo al interior.
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Demacia – Segunda Puerta de la Ciudadela,
Sector: Baluarte de los Leones Plateados,
Vigilantes con armaduras níveas se cuadraron al ver acercarse a la mariscal. Tianna alzó la voz:
— Tianna Guardia Corona, Mariscal de la Vanguardia Valerosa. Traigo informe urgente para Su Majestad Jarvan IV.
El oficial de guardia la reconoció al instante; la expresión de protocolo se transformó en perplejidad al contar los supervivientes. Aun así, levantó el puño y ordenó abrir los batientes de acero blanco. Más allá, el camino empedrado ascendía serpenteante hacia las terrazas superiores donde, encaramado sobre la roca, se alzaba el palacio real.
Tianna espoleó suavemente a su montura. Mientras cruzaba la Segunda Puerta sintió la piedra bajo los cascos y, en el pecho, el peso de todo lo que aún debía decir… y de todo lo que temía que nadie quisiera escuchar.
La Ciudad Blanca resplandecía.
Ella, en cambio, traía el crepúsculo a cuestas.
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Demacia – Ciudadela Interior,
Salones de Convalecencia Inferiores,
Los corredores subterráneos se estrechaban en curvas de piedra antigua, iluminados por lámparas de cristal hextech que proyectaban reflejos azulados sobre los muros. Dos centinelas con armaduras pulidas, lanza en mano, acompañaban a Tianna con pasos marcados. A cada recodo ascendía el olor acre de ungüentos y la respiración agitada de los heridos.
Al llegar al último tramo, la mariscal distinguió camastros alineados en doble fila, ocupados por sus propios soldados: rostros pálidos, vendajes improvisados reemplazados por gasas limpias; murmullos de médicos que daban órdenes, escuderos que hervían agua, y un sacerdote de la Luz rezando en voz baja sobre un arquero febril.
—Mariscal —se adelantó Avelar, su teniente más joven, ascendido de facto a vicealmirante tras la matanza—. Vuestro arribo no ha pasado inadvertido. —Su voz mantenía el respeto, pero el cansancio le marcaba las ojeras—. Miembros del Alto Consejo han sido informados. Algunos… —hizo una pausa— esperan veros tal cual estáis ahora.
Tianna asintió, recorriendo con la mirada cada litera. Cada vendaje. Cada cicatriz.
—¿“Tal cual estoy” significa derrotada? —preguntó en voz baja.
—Derrotada, agotada… o quebrada —respondió Avelar con franqueza—. Las rivalidades en la capital han crecido, y muchos senadores se disputan favor ante Su Majestad. Si vuestra palabra compromete intereses… intentarán desacreditaros.
Tianna apretó el puño, pero su voz permaneció serena.
—Que lo intenten. Nuestra sangre lo dirá todo.
Se detuvo junto a un escudero dormido, la frente perlada de sudor. Posó una mano sobre su hombro.
—¿Cómo van los suministros?
—Justos, pero mejores que en Kaltrum. Los sanadores han pedido más elixires; la enfermería principal está saturada, pero nos han cedido estos salones para el pelotón —respondió Avelar—. He solicitado mantas y raciones para los que puedan caminar en un par de días.
Tianna alzó la vista al fondo del corredor, donde un grupo de sirvientes demacianos cuchicheaba, lanzando miradas furtivas. No necesitaba oírlos para saber lo que decían:
“Ahí va la mariscal. Vuelven menos de los que partieron. Quizá exageró la amenaza.”
Giró hacia Avelar:
—Cuando el Consejo reclame mi espada, la entregaré. Pero antes escucharé quiénes quieren convertir nuestro sacrificio en moneda política.
Avelar la miró con respeto renovado, y bajó la cabeza.
—Entendido, mi señora. Haré que los oficiales estén listos. Quien quiera veros quebrada… se llevará otra impresión.