—¿Dónde debería empezar? Es obvio que debo comenzar en el principio, o de otra forma no entenderás de qué estoy hablando. Disculparás si titubeo. Han pasado muchos años y mi memoria no es lo que solía ser cuando era joven.
Iniciaré mi relato contándote sobre Derladia: una tierra ubicada en un continente que desapareció en medio del océano antes de que los pueblos ancestrales florecieran.
Derladia era un hermoso valle al que grandes montañas protegían. Era un lugar con muchos bosques y ríos corriendo aquí y allá, jugueteando a su paso con los animales y personas que ahí vivían.
El castillo del reino estaba sobre una colina en el centro del valle. La aldea estaba alrededor, conectada por caminos de piedra en los que se podía escuchar a los caballeros cabalgando de un extremo a otro y en los cuales, si tenías suerte, podías encontrarte con un mago errante en camino a su siguiente misión.
Durante casi trescientos años, Derladia había sido un lugar próspero y pacífico, donde los habitantes habían aprendido a convivir y tolerarse unos a otros. Los reyes y reinas de este lugar velaban por la seguridad de todos sus súbditos y les ayudaban a ser felices y a vivir plenamente. En la época de nuestra historia, Derladia era gobernada por el gentil Rey Nicolás y su hermosa esposa, la Reina Adalia.
Antes, la cosa había sido diferente. Algunos cuentacuentos aún relataban leyendas sobre el Nigromante. Decían que antes del periodo de paz de mil años, Derladia había sido dominada por Namtar, un mago muy poderoso y enfermo de poder quien había utilizado su magia para engendrar criaturas de la oscuridad: grifos, demonios, fantasmas, orcos y otros que ni siquiera podrías imaginar. Con este ejército, aterrorizó al reino y los convirtió en esclavos para que cumplieran con su terrible propósito. Al poco tiempo de la conquista, los habitantes de esta tierra se habían llenado de odio y, poco a poco, se habían ido consumiendo por la oscuridad que imperaba todo.
Según cuentan las leyendas, con el paso de los años, conquistar Derladia no fue suficiente. A pesar de su imponente magia, Namtar había empezado a envejecer y sabía que eventualmente moriría. Fue entonces cuando concibió un nuevo propósito: burlar a la muerte y conseguir vida eterna para que, así, su imperio nunca fuese derrotado. Se encerró en su castillo y dejó de prestar atención a su imperio, trastornado por encontrar una respuesta. Ahí permaneció durante cinco años, hasta que una mañana, repentinamente partió, dejando el gobierno de Derladia en las manos de uno de los más temibles generales.
Su ausencia en Derladia fue aprovechada para derrocar a las criaturas de las sombras. Cuando Namtar regresó un año más tarde, descubrió que casi todo su ejército había sido derrotado. Enfurecido, se enfrentó a aquellos que le retaban, pero fue no pudo contra ello. Fue condenado al exilio y, así, terminó su imperio malvado, iniciando entonces el periodo de paz y prosperidad en Derladia.
Para la época del reinado de Nicolás y Adalia sólo unos pocos recordaban que alguna vez existió Namtar. La mayoría de las personas habían olvidado al nigromante. Las historias sobre su reinado se convirtieron en leyendas contadas por algunos alrededor del fuego en las noches heladas de invierno.
***
Los miembros del Consejo Real de Nicolás y Adalia estaba preocupados. Aunque ya habían pasado siete años desde la boda real, aún no tenían un heredero a la corona. Una de las tradiciones de Derladia era que los gobernantes debían tener sangre real: únicamente un hijo, o hija, de Nicolás podría convertirse en el próximo rey o reina.
El rey escuchaba sus preocupaciones con descuido e insistía en que no tenían de qué preocuparse, el heredero llegaría cuando fuera tiempo. Los nobles ignoraban lo que les decía el rey y seguían consternados ¿qué pasaría cuando Nicolás y Adalia hubiesen muerto? ¿Tendrían que iniciar una nueva tradición? Los nobles se horrorizaban con esta idea, ¡no querían ni imaginarse el caos que imperaría si el dejaba este mundo sin tener descendientes!
Fue en una noche fresca y lluviosa de verano cuando inesperadamente se resolvió el asunto del heredero, aunque no fue de la forma que los nobles del Consejo hubiesen querido.
***
Nicolás caminaba presuroso por uno de los corredores del castillo. La lluvia se azotaba contra las ventanas de cristal y a lo lejos los relámpagos iluminaban el pequeño bosque que separaba el castillo de la aldea. Afuera del castillo, todavía era posible ver algunas antorchas encendidas moviéndose de un lado a otro, indicando que había personas afuera, ahí donde había ocurrido el terrible accidente. La noche sin luna y la lluvia persistente provocaron que una carroza saliera del camino y desbocara por una pequeña colina hasta impactarse contra un árbol.
Al fondo del pasillo, Nicolás ya podía ver la amplia habitación a la que se dirigían. Había tres personas paradas ahí, con gestos graves y hoscos, esperando afuera de una puerta que permanecía cerrada. Nicolás se acercó a una de las personas que estaba ahí.
—¡Tobías! —dijo el rey—. Vine tan rápido como fue posible, dime, dime, ¿cómo están?
El hombre llamado Tobías entrecerró los ojos y bajó la cabeza preocupado.
—No muy bien. El hombre que conducía la carreta tiene sólo una fractura en el brazo, pero Maaret está malherida. Adalia está con ella, no está muy segura que sobreviva.
Maaret era una de las damas de compañía de la reina Adalia y una amiga muy cercana. Aunque vivía en el castillo junto con los reyes y algunos de los nobles, esa noche había decidido partir inesperadamente a la aldea.
Un joven parado cerca de ellos se acercó al rey. Estaba empapado y su ropa estaba llena de lodo, pero lo peor era el agobio que brillaba en sus ojos obscuros.
—Mi señor, todo ha sido mi culpa —dijo con la voz hecha nudo—. Estaba cabalgando de regreso al castillo y no me percaté de que una carroza salía. Cuando la vi, era demasiado tarde, tuvieron que girar bruscamente para no chocar contra mí y eso provocó el accidente.
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Editado: 08.07.2024