Relato del Fuego y del Agua. Parte 1: Fuego

2. La niña de nadie

Desde un principio los nobles del Consejo Real su opusieron a la adopción. Seguían aferrados a la idea de que la princesa debía ser de sangre real y, en su opinión, el hecho de que los reyes la hubiesen adoptado no hacía que Daría fuera parte de la realeza y, menos aún, que fuese apta para convertirse en reina algún día.

—El rey está desobedeciendo una de las tradiciones más antiguas de Derladia —argumentó Raidon, uno de los nobles del Consejo, en una de sus reuniones semanales.

—Exactamente, ¿cómo podemos exigirle a la gente que siga las leyes si el rey las está ignorando? Esa decisión fue una desgracia —se quejó pesadamente Baltazar.

Tobías, sentado a la cabecera, intervino.

—¿Cómo puedes decir que es una desgracia? Daría quedó huérfana y fue por un acto de bondad que Nicolás y Adalia la aceptaron como hija propia. Desgracia hubiera sido si la hubiesen abandonado a su suerte, sin importarles lo que le pasara.

—Alguien más hubiera podido adoptar a esa niña. Pero al momento en que el rey decidió adoptarla, rompió la ley —insistió Baltazar.

Algunos de los nobles sentados cerca de él asintieron.

—Las leyes de Derladia fueron hechas para asegurar el bienestar de todas las personas. Si esas leyes indican que lo correcto es abandonar a una niña y lo incorrecto es adoptarla, entonces es momento de cambiarlas.

—¿Ya vas a empezar con tus discursos ridículos sobre cómo lo más importante son los sentimientos? Tienes que darte cuenta de que eso es absurdo.

Baltazar se reclinó en la silla.

—Te equivocas, es precisamente nuestra capacidad de amar, de sentir compasión, de tener piedad, lo que nos hace humanos, aún más que nuestra capacidad de razonar.

Por unos instantes, ambos hombres se miraron sin decir palabra, mientras los otros permanecían callados, tensos. Ya todos estaban acostumbrados a este tipo de discusiones. Baltazar nunca perdía la oportunidad de desafiar e intentar ridiculizar a Tobías. Muy en el fondo, Baltazar estaba de acuerdo con lo que decía Tobías y conocía el peso de sus palabras, pero su ambición y necedad lo cegaban y hacían que siempre quisiera tener un mejor argumento.

Galen, el primer ministro del rey, se inclinó sobre la mesa y dijo tímidamente, rompiendo la tensión que pesaba sobre ellos.

—Otra cosa que me molesta es que el rey no nos consultara en este asunto. Lo relativo al heredero al trono de Derladia es algo que debe ser discutido con el Consejo, ¡no sabemos nada de esta chica! ¡Podría ser peligrosa!

—Apenas tiene un año, ¿qué peligro podría representar?

—No lo sé.

—Como sea, ya no hay nada que hacer al respecto. Daría es ahora la única heredera al trono.

Con estas palabras, Tobías se incorporó y salió de la habitación. Los otros nobles permanecieron ahí más tiempo, discutiendo aún, haciendo caso omiso de las palabras de Tobías, ¿qué sabía él de las tradiciones de Derladia cuando no había ni siquiera nacido en el reino?

Tobías era un mago muy poderoso, con un alma compasiva y justa. Había llegado a Derladia cuando Nicolás aún era un chico, se había convertido en su tutor y en el nuevo mago real.

La madre de Nicolás, la vieja reina, había muerto al dar a luz a Nicolás, y su padre, acongojado ante el dolor de haber perdido a su esposa, había pasado el resto de sus años sin pensar demasiado en los asuntos relativos al gobierno de Derladia ni en lo relativo a su propio hijo. Pasaba la mayor parte del tiempo solo, encerrado en una de las torres del castillo, estudiando viejos libros y envuelto en su pesar. Fue por ello que Tobías no sólo fue su tutor, sino también un amigo muy cercano y una figura paterna muy importante para él. Cuando Nicolás se convirtió en rey de Derladia, le pidió a Tobías que permaneciera con él como su Consejero Real.

A pesar de todos los años que Tobías llevaba viviendo en Derladia, la mayoría de la gente no sabía de dónde había venido o cómo se había enterado de que estaban buscando un nuevo mago en ese reino; cuando le preguntaban, respondía simplemente que había ido ahí porque era necesario que fuera, sin dar más explicaciones. Otra cosa peculiar que había ocurrido desde su llegada fue que un enorme dragón verde era visto volando por la aldea y el castillo frecuentemente, pero ya que no hacía daño a nadie, la gente se acostumbró a él.

***

Con el paso de los meses, los miembros del Consejo Real no volvieron a discutir sobre la adopción de Daría, consideraban que era lo mejor para el reino aceptarla en lugar de crear problemas con constantes disputas. En el fondo, sin embargo, seguían teniendo sus reservas al respecto y esperaban con ansia el día en que Nicolás y Adalia tuvieran un hijo propio, tercamente pensando que el futuro de Derladia estaría mejor en manos de un heredero real por sangre.

Durante ese tiempo, los reyes habían construido un excelente hogar para Daría, eran padres amorosos que se preocuparon porque nada faltara a la chica. Nunca habían conservado en secreto el hecho de que Daría era adoptada; al contrario, Adalia le contaba historias sobre Maaret, y ambos insistían en que Maaret les había otorgado el regalo más hermoso al darles la oportunidad de criarla como su hija.

Para estas alturas, Daría se había convertido en una niña inteligente y audaz, llena de energía y preguntas, con una gran imaginación y muy traviesa. Gustaba de salir a caminar por el bosque alrededor del castillo y al poco tiempo ya lo conocía mejor que la misma guardabosques. Pasaba horas montando a caballo y muchas veces se había metido en problemas con sus padres por regresar hasta muy tarde en la noche, se había quedado platicando con la luna, decía, necesitaba de su consejo para encontrar su camino de regreso por entre el cielo nocturno.

Por las mañanas, tomaba lecciones con su institutriz, quien le enseñaba lo que necesitaba saber para un día convertirse en reina de Derladia. Pero se distraía con facilidad y, a pesar de los mejores esfuerzos de la institutriz por explicarle matemáticas y estudios sociales, los ciclos de la naturaleza y los principios de la ética, Daría no prestaba atención e imaginaba que estaba en una aventura, en búsqueda de las antiguas espadas sagradas, luchando contra seres malvados, conviviendo con dragones y elfos, aprendiendo hechizos mágicos. Cuando la institutriz, resignada, le decía que podía marcharse, ella salía corriendo a leer un nuevo libro, o a cuidar la colección de cochinillas y caracoles que guardaba en su cuarto. Algunas veces —no sin antes ir a la cocina y, cuando nadie miraba, robarse uno de los bollos dulces que estaban preparando— subía al ático a explorar, a admirar los viejos objetos que habían guardado los ancestros de sus padres, a imaginar las diferentes razones por las que habían sido guardados ahí (seguramente ese escudo pertenecía a Khalman, el antiguo guerrero que había luchado contra una horda de fantasmas obscuros).




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