Relato del Fuego y del Agua. Parte 2: Agua

7. Vicisitudes

La noche caía pesadamente sobre el bosque cuando finalmente dejaron atrás el cementerio. Lo único que se escuchaba en la distancia era el canturreo de algunos grillos y el pasar sigiloso de animales nocturnos rondando entre los arbustos y matorrales. Era seguro que Fausto y sus hombres se habían alejado, dándose por vencidos en su búsqueda; al menos por ahora.

Will envió un mensaje usando su magia a la aldea de los elfos para asegurarse de que estuvieran bien. A los pocos minutos, recibieron la respuesta de Iliana: —Al parecer sólo hay unas cuantas personas heridas, pero ninguna gravemente. Una vez que escapamos al bosque, el ejército de Fausto dejó a la aldea tranquila. Sólo estaban interesado en Cáer, no en los demás —dijo Will, leyendo el pergamino.

—Es un alivio saber que están bien —dijo Lena con un suspiro de tranquilidad.

—Escuchen —dijo Antonio, en su rostro se podía leer fácilmente la preocupación que el ataque le causaba—, no creo que sea conveniente regresar a la aldea, ya no es un lugar seguro, no ahora que Fausto y sus hombres saben dónde está. Si nosotros regresamos, estaremos poniendo en peligro a todos.

—En cinco piensas erradamente, a cinco no buscan realmente; cuatro en paz pueden regresar, una más ha de continuar. Sin mañana que brille para aquellos que se empeñan en seguirle, sentido tiene el verle partir —dijo Cáer con una voz extraña, no era el mismo tono frío y descuidado que siempre tenían sus acertijos.

—¿Dices que sería mejor que te dejáramos sola? —preguntó Antonio frunciendo el ceño. Cáer asintió.

—Ella piensa que es peligroso que la acompañemos y considera que lo mejor es que regresemos a la aldea mientras ella sigue sola —dijo Will.

Nuevamente Cáer asintió.

—Pero… ¡eso es una locura! —dijo Lena—. Si estás tú sola, es mucho más fácil que te encuentren y te lleven quién sabe a dónde.

Cáer la miró con tristeza. —Por un camino solitario debe transitar aquél a quien la sombra se empeña en atosigar.

—No, mi querida niña —dijo Will cálidamente—, no tienes por qué seguir adelante sola. Muy a tu pesar he estado cuidándote casi toda tu vida, y ahora que Fausto y las criaturas de la oscuridad están buscándote, no voy a dejarte. Es cierto que no podemos regresar a la aldea, pero, si me lo permites, quisiera acompañarte.

—Yo también quisiera ir contigo —dijo Antonio—. Al fin estoy empezando a entender tus acertijos y, si ya no estamos juntos, entonces perderé práctica y otra vez pensaré que lo único que quieren las esfinges es comer pingüinos hervidos —dijo bromeando.

Gregorio dio un paso al frente. —Cuenten conmigo también. Quiero hacer todo lo posible por evitar que la oscuridad siga dañando a personas valiosas.

—Yo también voy. No podría quedarme en la aldea sabiendo que no-sé-cuantas criaturas los están persiguiendo mientras yo estoy allá sentadota comiendo tartas de moras —dijo Lena.

Cáer miró a los cuatro conmovida por sus palabras. —De “pocos” se aleja, lo que grande en un inicio y rancias es al final.

Lena la miró fijamente tratando de adivinar su acertijo. —¿Crees que Gregorio era grande cuando era joven pero ya está rancio? No te preocupes, aunque sea viejo sigue siendo un caballero, y es muy bueno usando la espada.

—Dudo que haya dicho eso —replicó Gregorio seriamente.

—No, no, no significa eso. Lena, ya no molestes a Gregorio por sus achaques —explicó Antonio—. Lo que quiso decir es “muchas gracias”.

Cáer lo miró con una sonrisa resplandeciente y asintió, feliz de que Antonio la entendiera al fin.

—Entonces, seguiremos los cinco juntos —dijo Will mirándolos—. Vamos, Lena y yo utilizaremos nuestra magia para traer provisiones de la aldea.

Montaron un campamento en un lugar tranquilo del bosque esa noche, mientras Gregorio insistía en que él no tenía achaques.

***

Frente a Fausto se alzaba la imponente aldea negra: la antigua Derladia que había sido consumida y transformada por las criaturas de la oscuridad. Era tarde y el sol desaparecía tras las montañas, pero en este lugar no había diferencia entre el día y la noche: la negrura imperaba siempre aquí. Desde las afueras se escuchaban alaridos y rugidos espeluznantes; se observaban sombras rondando de aquí a allá, escondidas entre la niebla que se asentaba permanentemente sobre las ruinas, haciendo cosas que nadie imaginaba ni siquiera en sus más pavorosas pesadillas.

Un fuerte escalofrío recorrió a Fausto. Debía entrar a la aldea, no tenía opción; el hombre de gris lo había citado allí.

Cuidadosamente, Fausto caminó por entre las ruinas de las casas, sabiendo que decenas de criaturas lo observaban, algunos relamiéndose los labios, imaginando que ese viejo hombre sería una suculenta cena. Fausto trató de no hacer caso y siguió andando hasta que llegó a una casa cerca del castillo.

Adentro, encontró al hombre de gris sentado junto a una chimenea. Al ver entrar a Fausto, Baltazar empujó la silla frente a él para que tomará asiento. Fausto hizo lo que le pedía sin decir una palabra.

—¿Y bien? —preguntó Baltazar.

—Mi señor, he… he fallado —dijo Fausto con voz temblorosa—, no pude capturar a la esfinge.

Baltazar recargó la barbilla en su mano y lo examinó unos momentos. Fausto se estrujaba las manos nervioso, ¡qué tonto había sido al tomar la oferta del hombre! Pensaba desesperado, sabiendo que algo malo pasaría. Si tan sólo no se hubiese dejado llevar por su avaricia, no se hubiera metido en problemas y estaría bien, en lugar de tener que implorar el perdón del hombre de gris.

Finalmente, Baltazar habló. —Lo siento por ti; quiero decir, te di una segunda oportunidad, te presté un ejército y de todas formas fallaste.

—Mi señor, ¡hice lo mejor que pude!, ¡tenga piedad de mí! —aulló Fausto arrodillándose.

Baltazar lo miró fríamente. —Me gustaría poder ayudarte. Desafortunadamente este asunto ya no está en mis manos —dijo y señaló una esquina del cuarto—. ¿Por qué no se lo explicas a él?




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