Cuando por fin me quedé sola en casa, suspiré feliz. No caminaba muy bien todavía, pero por lo menos podía valerme por mí misma y permanecer en mis espacios sin la constante atención de la enfermera impuesta por mis padres.
Verán, era su niña consentida, y luego de tres en meses en coma y que creyeran que moriría, los meses siguientes de fisioterapia para recuperar la movilidad de mis piernas debido al accidente automovilístico, tuve que llevarlos a cabo viviendo en su casa bajo su supervisión y la de una cuidadora que me trataba como una niña de doce años.
No quisiera parecer malagradecida, pero tenía treinta y dos años, era química fármaco biológica y la cabeza de departamento de una de las farmacéuticas más importantes del mundo, estaba acostumbrada a mi independencia y a que me obedecieran. Amo con locura a mi familia, pero necesitaba mi soledad.
Mi cabeza tenía semanas dando vueltas, los ejecutivos de la compañía me preguntaban constantemente cuándo volvería a trabajar, pero contrario a mi ética de trabajo y a mi obsesión de girar mi existencia alrededor de mi profesión, no tenía ganas de regresar, así que posponía responderles una y otra vez repitiendo que no estaba lista —a pesar de que podía realizar tareas desde casa—.
Sabía que mi actitud post-accidente era un cliché con todas sus letras, tuve una experiencia cercana a la muerte y por ello decidí que debía hacer unos cambios substanciales en mi vida. La idea de volver a mis rutinas, donde trabajaba de diez a doce horas todos los días —incluyendo los fines de semana—, me daba repelús. No, no quería eso para mí.
Desde que tuve uso de razón fui una persona disciplinada y estudiosa, proviniendo de una familia exitosa, estaba convencida de que debía tener un futuro similar a los de mis seres queridos.
Mi padre era un abogado empresarial cotizado, mi madre un psiquiatra reconocida, mi hermana mayor una neurocirujana con la mejor reputación del país, y mi hermano menor un ingeniero que había logrado grandes avances en la industria tecnológica. Sí, todos eran una especie de genios en sus campos, así que cuando me gradué de la secundaria, como me gustaba la química, pensé que podía hacer carrera desarrollando medicamentos.
Me gustaba mi trabajo, no lo negaría, me encerraba durante largas jornadas en el laboratorio y me enorgullecía de mis resultados. Pero había algo que siempre me había molestado: la parte económica.
Nadie mejor que yo sabía que los costos de fabricación de las medicinas estaban mucho más abajo que los precios del mercado, la avaricia de los accionistas siempre me dejaba un mal sabor de boca y eso rompió algo en mi después de mi accidente.
¿Valía la pena trabajar para unos millonarios interesados más en las ganancias que en la salud de las personas?
En mi banco tenía más dinero del que podría gastar en muchas vidas, pero no tenía a nadie con quien compartirlo, vivía en un lujoso apartamento pagado por la empresa en la que trabajaba, y mi única compañía era mi gato, Romeo, y las plantas que terminaba matando por mi falta de atención a ellas.
Tuve que procesar mi crisis existencial completamente sola, porque ninguno de los miembros de mi familia comprendía por qué no estaba satisfecha con mi vida si era respetada y «valorada» por mis empleadores.
La verdad era que no era valorada, me mantenían en nómina porque era muy buena en lo que hacía, y notaba que estaban perdiendo la paciencia por el tiempo que estaba tomando mi recuperación.
Resoplé al pasear mi mirada por el piso donde vivía, era muy elegante y moderno, había sido decorado por una diseñadora porque yo no tenía tiempo, y no fue hasta ese momento que descubrí que no lo sentía mío. Nada, ni ese apartamento, ni su decoración, ni su energía.
—No regresaré al trabajo —mascullé decidida.
Renunciaría al día siguiente por lo que debía comenzar a recoger mis pertenencias porque estaba segura de que sería expulsada del edificio al segundo siguiente que comunicara mi decisión.
Aunque me molestaba un poco caminar, opté por salir para buscar unas cajas y así comenzar a empacar mis cosas. No tenía muchas pertenencias ya que la mayoría de los muebles y utensilios eran de mi empresa empleadora, pero mis ropas y algunos objetos personales ocuparían cierto espacio así que recibiendo la radiante luz del sol de la tarde, caminé unas cuadras hasta conseguir lo que necesitaba.
Se sentía muy bien estar al aire libre, y la palidez de mi piel era una prueba irrefutable de que casi nunca me tocaba el sol. ¿Cómo lo haría? Las pocas vacaciones que tomé en los últimos años las dedicaba en una cabaña en las montañas donde pasaba la mayoría del tiempo tomando notas relacionadas con mi trabajo.
De regreso a casa me encontré con mi vecina en el corredor externo de nuestros apartamentos. Lorena era una heredera famosa con un sentido de moda un poco estrafalario para mi gusto, pero aparentemente a muchos les gustaba porque era considerada un ícono de la moda; por lo que a falta de necesitar dinero, su vida consistía en representar marcas de ropa, ir a desfiles de moda y mostrarlo todo en su perfil de Instagram con más de veintitrés millones de seguidores.
¿Cómo sabía toda esa información cuando antes de mi accidente pasaba más tiempo en el trabajo que en casa? Bueno, Lorena era la persona más parlanchina que conocía, y en nuestros escasos encuentros me contaba toda su vida. Por alguna razón yo le caía bien, aunque por su actitud podía afirmar que le caía bien todo el mundo.
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Editado: 12.08.2022