Todas las mañanas abordaba el metro. Ese era el medio de transporte que utilizaba para llegar al trabajo, mismo en el que desempeñaba un alto puesto del que sus padres se sentían más que orgullosos. Aunque, a decir verdad, nada llegó sin trabajo duro.
Se había esforzado durante sus años universitarios para ser un alumno destacado. A veces sin dormir, otras sin comer. Pero al final, todo valió la pena. No tenía mucho que se graduó de la universidad y como si todo fuera recompensado, casi enseguida se le presentó esa oportunidad laboral. La paga era buena, sus compañeros agradables y, además, el horario era accesible ¿Qué más podía pedir? No tenía que levantarse tan temprano y lo mejor era que se libraba de la agobiante hora pico. Así que, cuando llegaba al andén, este estaba por lo general despejado.
Ahí fue donde la vio por primera vez.
Una chica de cabello largo y oscuro, que, suponía, tendría poco que había empezado a tomar esa ruta. Ambos subían en Tacuba, pero cuando él bajaba en Portales ella todavía continuaba en el vagón ¿A dónde se dirigiría? Deseaba preguntárselo, y aún más importante, saber su nombre.
Una buena mañana en la que los dos volvieron a coincidir en el mismo vagón, la chica no alcanzó a tomar asiento, por lo que él, que se encontraba cerca de ella, le ofreció el suyo. Ella le agradeció y ahí quedó todo. No quería que pensara que su buena acción solo fue una excusa para acercarse, aunque en parte sí lo era.
Para su suerte, al poco tiempo se le presentó otra oportunidad. Se le había hecho tarde y el metro estaba por irse, cuando la chica sujetó las puertas impidiendo que se cerraran para que él pudiera ingresar.
—Muchas gracias —dijo él, recuperando el aliento después de tanto haber corrido.
—De nada, tú también me ayudaste la otra vez.
¡Entonces, se acordaba!
La plática fluyó de forma natural. Hablaron de hacia dónde iban. Cuáles eras sus nombres. Todo mientras el metro avanzaba dejando atrás carreteras, edificios y personas que, como ellos, estaban inmersos en sus propias cuestiones. Esa fue la primera de muchas animadas charlas.
Y una tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse y su jornada laboral había culminado ya, él esperaba pacientemente el metro para volver a casa hasta que sus ojos se encontraron con los de la chica que tanto le gustaba y que, también estaba por ahí.
—Hola, ¡vaya coincidencia! —exclamó él, cuando se hubo acercado a ella.
—Me salió un imprevisto —dijo con un suspiro—. Sabes, ¿por qué no damos un paseo?
El joven dudó, aunque no entendía del todo el porqué de su reticencia. Era lo que siempre deseó e incluso, se planteó un sinfín de veces ser él quien la invitara. Ella insistió una vez más y él no pudo volver a negarse. Abordaron el metro y al cabo de unas cuantas estaciones salieron a las calles. Las luces de las casas y los letreros de neón de los diferentes establecimientos decoraban el paisaje nocturno.
—Conozco un lugar agradable al cual ir. Podríamos cenar algo —la chica lo jaló del brazo y él la siguió dispuesto.
Dentro del lugar el ambiente era demasiado privado. Una cena iluminada a la luz de las velas. Más allá de ellos solo se percibía una inquietante oscuridad.
—Adelante —le indicó ella a él cuando este tuvo el plato enfrente. Le sirvieron mole y arroz, acompañado de una Coca–Cola bien fría.
—Está muy rico —pronunció, dándole un buen bocado—. Sabe idéntico al que mi madre prepara. Deberíamos repetir esto. Mañana, en una semana, cualquier día…
En un lugar cercano se escuchaba el leve susurro de una canción: Llorarás, llorarás cuando te acuerdes de mí…
La chica le sonrió con ternura. Habría querido decírselo, pero aún no. Esperaría a que terminara su comida que con tanto gusto ingería. Y que las velas se consumieran un poquito más. Tal vez así sería más fácil decirle la verdad y que él fuera capaz de verla. No podía seguir perdido en ese bucle de tiempo. Pues detrás de ellos solo había un altar. Con flores de cempasúchil. Con los platos que él degustaba. Con calaveritas de azúcar. Y con la foto de él en el centro.
Había estado vagando. No colocaron una ofrenda para él, el pasado año y que, dada su situación, la ayudara a ella a guiarlo. Pero entendía la negación de los padres. Era un muchacho muy joven. Y cuando ese 20 de octubre de 1975 crujió el hierro y el impacto les quitó la vida de una sacudida violenta a muchos de los pasajeros del metro, solo quedó el sonido de las sirenas.
Editado: 18.10.2025