Relatos cortos

Carne en la isla

La visita a la isla se había planeado por meses. Samuel y yo, Raúl, visitaríamos el faro y la cárcel que en tiempos pasados fuera el fin de ladrones y leprosos.

Emprendimos la travesía en la mañana, un sol que nos quemaba hasta las ideas y un áspero viento que nos secaba la piel y los labios fueron nuestros únicos acompañantes. No sabíamos que la marea se pondría turbulenta, que el bote en el que íbamos haría aguas y que estaríamos a muy poco de morir. La precaución de llevar chalecos salvavidas nos salvó, flotamos a la deriva hasta la medianoche cuando una moto de agua de la prefectura nos encontró. Se hizo el rescate y caímos presos por estar navegando aguas ilegales. Pena y castigo por casi morir.

No nos importó, lo intentaríamos en cuanto estuviéramos libres. Cinco noches nos retuvo la policía. No nos dijeron nada, solo que eran aguas ilegales. No les creímos, esas aguas eran del país y no había nada en los mapas que dijera otra cosa. Algo estaban escondiendo de la gente, a nosotros no nos iban a engañar.

En la siguiente ida a la isla investigamos muy bien todo lo relativo a la navegación, ¡no volveríamos a fallar! Si se diera el caso de que nuestro bote se hundiera, nadaríamos a la costa de la isla, nada nos detendría de descubrir, finalmente, qué había allí.

Partimos desde el muelle más cercano en la Costa Brava, allí los guardias del agua no nos verían. El bote duplicaba en tamaño al de la vez anterior. Para salir tuvimos que remar porque los motores se oirían en la calma del océano. Remamos por tres horas hasta la mitad del trayecto, nos detuvimos para comer algunas barras de cereales e hidratarnos. Emprendimos nuevamente la marcha sobre el agua encendiendo los motores por la mitad del viaje que nos faltaba. Divisamos el faro de la isla acercarse más y más, esa fue la señal para apagar los motores y escuchar.

Oímos gritos, mordaces gritos agudos y graves, sufrimiento y desesperación emitían esos seres. En la oscuridad nos miramos sin vernos, sabíamos la reacción que el otro tendría.

Queríamos llegar rápido, pero encender los motores nos delataría. Remamos y remamos más, los brazos nos dolían y los pulmones ardían, pero estábamos demasiado cerca para esperar a descansar. Los meses que esperamos por eso eran demasiados, esta era nuestra oportunidad de saberlo todo.

Una ola nos golpeó por sorpresa, Samuel perdió un remo y un zapato, tuvimos la precaución de cargar dos remos extra pero no calzado. Yo perdí mi botella de agua y el sombrero.

El resplandor del sol naciente estaba frente nuestro, era momento de remar más rápido. Los gritos no cesaron en toda la noche, dos horas más debieron ser las que nos llevó llegar a la orilla. Fuertes mareas nos desviaban del curso y nuestros músculos comenzaban a negarse. Perdí el conocimiento cuando el sol asomaba su curva.

—¡Raúl! ¡Raúl! —escuché a Samuel llamarme mientras me movía con el remo. —¡Ayúdame, estamos llegando!

—¿¡Samuel!? ¿Qué pasó? —pregunté tocando mis brazos que estaban agarrotados por todo el esfuerzo.

—Tuvimos suerte que la corriente nos ayudó a llegar a la orilla. Te desmayaste justo antes.

Tomé conciencia de que no nos movíamos por el vaivén del mar, lo que indicaba que estábamos en tierra. No se oía ni el graznido de las gaviotas, ni nada más que el fuerte oleaje que nos acercó a la costa, su furia anulaba todo lo demás. Me senté en el bote y observé a mi alrededor. Tocamos tierra en una de las curvas de la isla, un punto ciego para los vigías y el faro.

Toqué mi garganta al notar la falta de agua, busqué mi botella y recordé que la había perdido, y descubrí que también la de reserva. Samuel me ofreció lo que quedaba de la suya.

—¿No nos queda más agua? —pregunté.

—La que queda es para el regreso, Raúl.

—Sí, cierto… ¿Samuel, qué serían esos gritos de anoche?

—Los fantasmas de la isla. Empiezo a creer en esa leyenda que nos contaron.

—No creo en fantasmas, quiero saber qué nos ocultan… ¡Vamos a ver!

—Yo sí creo… —me contradijo mi amigo— Veamos quien tiene razón entonces, Raúl.

Habiendo hablado esto y comido unas barras de cereales, escondimos el bote y caminamos agazapados por entre las rocas. De vez en cuando se veía, a lo lejos, un guardia de uniforme azul, parecía un policía de calle, nada extraordinario se veía en él. No planeábamos entrar, pero sí husmear qué se hacía ahí.

Samuel había sido soldado, sabía noquear y reducir personas, se había regresado al país desilusionado por lo que su profesión podía ofrecerle, así que siguiendo a mi loca idea, aceptó acompañarme.

—Raúl, lo que debemos hacer es encontrar dos policías apartados y noquearlos para robar sus uniformes —habló Samuel por lo bajo.

—Sí… está bien. Me parece bien. Buen plan.

Señaló hacia arriba, escondido entre unas rocas había un hombre, al parecer dormía, el sombrero cubría su rostro y sus manos estaban entrelazadas sobre su pecho. Observando a los alrededores a que no hubiera otro policía nos apresuramos a llegar a él. Samuel se sentó sobre él y lo golpeó en el mentón, el hombre abandonó su postura anterior para quedar inerte sobre las rocas. Samuel lo cargó en sus hombros y lo llevó de regreso a las rocas en las que antes nos ocultábamos. Le sacamos la ropa y lo atamos, Samuel se vistió con el uniforme del policía, no nos llevó mucho encontrar al siguiente hombre. Era uno que buscaba dónde orinar, ya estaba en la acción cuando lo sorprendimos por detrás, Samuel lo desmayó con una llave del sueño. Ya los dos con los uniformes puestos buscamos acercarnos más a la antigua prisión.



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En el texto hay: terror, relatos cortos, amor desamor

Editado: 15.04.2024

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