«La leyenda del molino quemado» no es en sí una leyenda, el título parte de la ignorancia y el entusiasmo de mi yo de trece años. Ya en ese tiempo era lectora de lo poco a lo que podía acceder en la biblioteca del liceo a libros de Poe y de Horacio Quiroga. Sus cuentos fueron los que me estimularon a imitar sus temas, los giros que hacia el final se develan y la sorpresa, tristeza o enojo que te dejan con el intenso deseo de obligarlos a reescribir ese desenlace, y que causan al leer ese maldito punto final.
La Leyenda Del Molino Quemado
El viejo se sentaba todas las noches al calor de la estufa que su hijo le encendía cada mañana. Una frazada verde cubría y calentaba sus piernas, delgadas y poco útiles. El anciano posaba sus manos en los lados de la mecedora que su esposa usara años atrás. Ahora quien la usaba era él. El hijo se forzaba a subir cada día la escalera empinada que llevaba al viejo molino, los 300 escalones que tenía, paso a paso, inhalación a inhalación, esfuerzo y fatiga, obligación y culpa lo hacían llegar a la cima, entrar al molino y despertar a su padre, encenderle la estufa y servirle el desayuno. Su padre apenas hablaba, se mecía y balbuceaba hacia un espacio vacío a su lado.
—¡Papá! Ya me voy, mañana viene Martín, dice que quiere venir a visitarte.
—Bien… ¡Bien! —El viejo lo despedía con la mano y se inclinaba hacia adelante para tomar un impulso que lo hacía mecerse hacia atrás con la misma intensidad. Asentía con la cabeza y sonreía por tal movimiento, un vaivén que alargaba por horas hasta que se dormía.
—Fátima, ¿oíste?, mañana viene Martín, nuestro nieto debe haber crecido mucho desde la última vez que lo vimos.
El silencio solo se interrumpía por el silbido del viento atravesando los tablones y golpeando las chapas del antiguo molino.
—Sí, también lo creo…
El anciano despertó en su cama.
—¡Fátima! —chilló el viejo enredándose en las sábanas— ¡¡¡Fáatimaa!!! ¿Por qué nunca me respondes cuando te llamo? —dijo destapándose y se sentó en la cama. En una mesa a su lado encontró una taza de té caliente.
El sol venía por el este, volvía de su habitual ruta sin fin desde el oriente, desde el Asia a la que nunca el viejo Set pudo conocer, demasiado ocupado ganándose la vida como para permitirse una mejor vida y perdiendo la vida en la forma de sobrevivir.
—Bueno… hora de levantarse, ya bastante voy a dormir cuando me muera… —habló Set.
Los crujidos de su hijo al abrir la puerta y recorrer el molino ya se oían y Set lo esperaba ansioso, era la única cara que veía desde el mundo exterior, sus salidas eran mensuales, y eran al médico, nada extraño para un hombre de su edad, su familia lo había olvidado, era solo un recuerdo de sus joviales días, de esos en los que podía saltar, correr y divertirse a su antojo sin pedir favores a otras personas. Prefería no hacer nada a tener que deberle algo a alguien, su personalidad era así y no iba a cambiar por necesidad, moriría antes de deber favores.
—Suficiente pensar por hoy. Necesito calentarme antes de entumecer. Fátima, ¿vendrá Martín hoy?, no oigo más pasos que los de una persona. ¿Otra vez habrá tenido que quedarse haciendo deberes?
La espera continuó otro par de minutos, se oían las pisadas y los crujidos, respiraciones y traqueteos… Nadie llegó, nadie subió, nadie entró. El viejo esperó y esperó, sus manos se enfriaron primero, luego sus pies y piernas, hasta que ya no las pudo mover. Fátima seguía rígida en su mecedora, tal como el día que dejó de respirar. Desde que el viejo se durmió en la habitación y olvidó alejar la caldera del fuego de la cocina, desde que Fátima se durmió en la silla junto a la cocina e inhaló los vapores metálicos de la caldera sin agua.
El molino se mantenía en pie, ese espacio conservaba sus recuerdos y Set estaba atrapado por su culpa, Fátima era solo su memoria distorsionada, ella no estaba con él, nadie estaba a su lado… solo a veces, cuando sus pensamientos tomaban un camino olvidado y oscuro una sombra lo abrazaba y él se dejaba conquistar por las tinieblas calmas que le ofrecían un abrazo frío. Un frío que lo calmaba por lo que había hecho. Un frío infernal del que no quería escapar por el momento.