Relatos cortos

I. Medianoche en París

A las doce de la noche, en París, una niña de cabellos cobrizos corría por las calles, huyendo del peligro que la acechaba. Un hombre robusto la perseguía con un cuchillo en la mano. Su rostro era ocultado por una grande máscara negra, al igual que todo su atuendo.

La niña de cabellos cobrizos, estaba a tan sólo unos metros de el hombre del cuchillo. La Infante se volteó a mirar al hombre, pero no lo vio por ninguna parte. Ella, con ingenuidad pensó que se había ido por fin, por lo que dejó de correr y se adentró a un callejón para poder descansar. Se dejó caer en el suelo, a la vez que cerraba sus ojos y sonreía con alivio.

Cuando volvió a abrirlos, se encontró con la horrorosa figura del hombre, quien la miraba con una sonrisa maquiavélica.

La niña de cabellos cobrizos contuvo el aire en sus pulmones y lo miró con pavor.

El hombre se acuchilló a su lado y deslizó el cuchillo sobre la piel blanca de la niña, mientras decía:

—Ya llegó tu hora, conejito. Tienes que pagar lo errores que cometió vuestra familia —le informó—. Debo de admitir que eché un buen polvo con tu madre, es realmente de deliciosa. ¡Oh, y ni hablar de su sangre! Es exquisita —exclamó entre risas.

La niña formó puños sus pequeñas y delicadas manos a sus costados, mientras que saladas lágrimas bajaban por sus coloradas mejillas. Ella sabía lo que él había hecho. Con tan sólo doce años, ella había observado como violaban a su madre, matándola en el proceso, al igual que su padre.

—¡No! ¡No, por favor! —chillaba Madeleine, mientras que lágrimas se deslizaban por sus pálidas mejillas.

Madeleine pataleaba con fuerza, tratando en vano de quitar el cuerpo de aquel hombre que trataba de aprovecharse de ella. El cuerpo de su marido se encontraba tirado en el suelo arriba de su mismo charco de sangre, sus ojos se denotaban vacíos y perdidos en la oscuridad.

—¡Quédate quieta, joder! —le gritó el hombre, mientras le daba una sonora bofetada, haciéndola parar en el proceso.

Adeline, observaba todo lo que ocurría en lo alto de una escalera. Su cuerpo temblaba como si una hoja se tratase. Cuando su madre dejó de golpear al hombre, ella al instante supo que su madre se había rendido, que no lucharía más, pues sabía que nunca lograría apartarlo. Los ojos de Madeleine se encontraron con los de Adeline y con su último aliento, susurró:

—Corre.

Aquel vago recuerdo hizo que más lágrimas brotasen de sus ojos. Sin previo aviso, el hombre clavó el cuchillo sobre su brazo izquierdo, manchando su blanquecina piel con color carmesí.

Los ojos de Adeline se abrieron por la sorpresa y de su garganta salió un grito ahogado.

—¿Duele, conejito? ¿te duele? —inquirió con falsa preocupación. Al ver que ella no contestaba, se enfadó y le propinó una bofetada, haciendo voltear su rostro—. ¡Contesta!

—Sí...

—¡Más fuerte!

—¡Sí!

El hombre sonrió satisfecho. Adeline sentía su mejilla arder, quiso tocársela, pero se encontraba estática.

—¿Sabes, Adeline? Me caes muy bien, me recuerdas a mí cuando era pequeño, rebelde y valiente, así que... te daré dos opciones por eso, si trabajar para mí, matando, o morir. Elije ¿matar o morir?

La mandíbula de la niña se desencajó y sus ojos centellaron en furia.

Nunca trabajaría para una escoria como tú, pensó ella con odio.

—Nunca —masculló ella, con decisión.

El hombre hizo una mueca de disgusto y se limitó a encogerse de hombros.

—Bueno, tú lo quisiste así.

Y sin previo aviso, la mató.

Adeline sintió su cuerpo desfallecer y fundirse en una profunda oscuridad. Se sintió más liviana que nunca, que todas sus preocupaciones y miedos se esfumaban y se perdían en el frío aire.

Sintió como toda su vida pasaba ante sus ojos, los momentos felices junto con sus padres y amigos. Y con lágrimas en los ojos, se despidió del mundo, de todos sus sueños, sus esperanzas, y con un último recuerdo de sus padres, murió.

 

                         

 



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Editado: 23.11.2019

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