—El tiempo pasará más rápido de lo que piensas, chico…
Es lo que me dijo una vez un sabio. Uno de esos que parecen tener un espejo en la mirada y que te enfadan con sus consejos, porque los dice con tanta seguridad que parecen acertados, que parecen una advertencia para el futuro… Uno de esos a los que solemos no escuchar y preferimos ignorar mientras esbozamos una media sonrisa, bromeando con nuestro grupo de amigos. Y eso fue precisamente lo que hice.
—El tiempo pasará más rápido de lo que piensas, chico…
Volvió a decirme el mismo hombre unos años después. Entonces yo estaba estudiando en la universidad. Si había llegado solo hasta allí, ¿por qué iba a necesitar nada de un anciano que no hacía más que repetir siempre lo mismo? Negué con la cabeza y volví a ignorarlo mientras seguía hablando con mis amigos. Ambos me dijeron que el sabio estaba loco. En ese momento estuve de acuerdo.
Un tiempo después, cuando ya había terminado la carrera y aún no encontraba trabajo, volvimos a pasar por allí y volvimos a oírle:
—El tiempo pasará más rápido de lo que piensas, chico…
Solo miré a mi amigo, incrédulo. ¿Cómo era posible que no se cansara?
—Qué pesado, tío… —dijo suspirando.
—¿A que sí? Siempre lo mismo… Ojalá no volver a encontrármelo nunca más.
Y seguimos caminando, pasando de largo.
Un año después, no había conseguido trabajo y toda la gente cercana a mí había decidido alejarse. Así que decidí volver allí. Sin amigos. Sin nadie. Solo yo. No sabía qué había pasado, por qué todo había cambiado tanto.
Al llegar, busqué con la mirada a aquel sabio que había intentado que me detuviera de joven solo un momento. Quizás habrían sido nada más unos segundos en los que me habría dicho una frase, un breve consejo para llevar conmigo el resto de mi vida. Seguramente me habría llegado. Pero yo no había querido escuchar a nadie durante tanto tiempo...
No lo encontré, así que decidí quedarme esperando en el banco donde él siempre estaba. Fueron pasando las horas, los días. El sabio no venía. Pero yo aún esperaba. Una tarde vi aparecer a un grupo de niños. Iban riendo. El del medio también, pero se notaba que lo forzaba. Parecía fuera de lugar, aunque lo disimulara. Cuando pasó delante de mí, hablé:
—El tiempo pasará más rápido de lo que piensas, chico…
Y a mí ahora solo me queda eso… no lo he aprovechado y he llegado tarde —quise añadir. Pero fui incapaz. El niño ya se había marchado riendo con sus amigos.