Relatos de Medianoche

Azrael

Los lamentos no se hicieron esperar cuando cada uno notó lo que había sucedido. Los cuerpos ensangrentados entre civiles y policías rodeaban el banco central de Manhattan. Traté de cumplir lo que me encomendaron, traté de avisarles, traté de que cambiaran de opinión sobre sus vidas; pero coaccionarlos no está permitido. Sería fácil para nosotros imponerles nuestra voluntad, incluso mi hermano, la oveja negra de la familia, cree que es necesario su sujeción y, por su inferioridad, deben honrarnos. Yo no estoy de acuerdo con él, pero la tercera parte de nuestros hermanos sí lo están y, por ello, condenan a nuestro padre por brindarles el don de la libertad, lo malo es que ellos no lo han apreciado.

¡Oh, mis bellos amados! Si tan solo se quedaran puros y mantuvieran ese corazón inocente con el cual fueron creados. Si se mantuvieran como este niño indigente que mira su cuerpo ametrallado desde la acera y que, a pesar de las malas decisiones de sus padres, ahora disfrutará de todo lo que le fue privado. Me acerco a él para sentarme a su lado y detallo los acribillados cuerpos que, justamente, se hallaron presente en medio de la balacera que evitó el robo al banco. Veo a los muertos, pero también a los heridos. Son doce los que gimen entre el asfalto y las tiendas alrededor. A ocho de ellos se les otorgó el beneficio de vivir unos años más; pero los cuatro restantes solo poseen minutos de vida. Quizás, ellos mueran en el hospital o de camino a este. Tengo que consultarlo, más creo que todavía me queda algo de tiempo para procesar a las desesperadas almas que transitan de un lado a otro buscando una explicación.

¿Explicación! ¡Pobrecitos! Si me hubieran escuchado ayer cuando ingresé a esa cafetería, esto no les hubiese ocurrido. Mi padre tiene el control de todo, pero no de sus decisiones y por eso también le culpan. No entiende que, por amor, me envió a mí junto con uno de mis hermanos para advertirle que no abrieran la tienda hoy. La mesera creyente no practicante; pero justa en su manera de actuar, orgullo de mi padre, escogida desde antes de su nacimiento; no valoró ni su propio clamor. Puesto que cada noche oraba a mi padre pidiendo protección. Esa era mi misión, mostrarle el camino, para eso vine a la ciudad. Vine a salvarla. Traté de advertirle que volvería al redil o, como ella le llamaba (a casa). No me escuchó y como dije: no podemos coaccionar a nadie. Ella creyó que estaba loco y mírala ahora, gime pidiendo misericordia y una nueva oportunidad. Ella no es la única en cuestión, mi padre no hace acepción de personas ni tiene favoritos. Yo les advertí a todos, los que me escucharon están a salvos. Los que no, fueron impactados por las balas que, destruyendo las edificaciones, alcanzaron sus cuerpos y ahora yacen muertos o heridos. Entonces, vagan desdiciendo de sus creencias, están asustados. ¿Por qué no valoraron la vida cuando la ofrecí? ¡Verdaderamente, los humanos no saben lo que tienen hasta que lo pierden!

Sigo sentado en la acera y evoco aquellas excusas que alzaron en su malvado corazón apartándose de los designios de papá. Se mostraron más justo que la propia justicia y expusieron su limpieza, pero no al que limpia. Así que, ellos no escogieron sus predestinados caminos; en cambio, crearon su destino junto a mi hermano, quien generó este caos. ¿Y qué puedo hacer yo? Yo solo revelo las recompensas de cada quien. La consecuencia de sus actos. Esta es la verdadera libertad; pero se olvidan que, cada acción lleva consigo una reacción.

De pronto, ella me observa en la distancia, me reconoce y corre a mí, gritando: “todo esto es tu culpa”. ¿Mi culpa? Por segunda vez, en su corto periodo de tiempo, no preguntó quién era yo ni la importancia de que le tenía que decir. ¡Cómo me irrita! Aunque la amo. No entiendo por qué los humanos no dejan de ser soberbios. Recuerdo lo incapaces que logran ser y me levanto calmándome por su debilidad, todavía se encuentra distante. Acto seguido, mi chaqueta y pantalones de cuero oscuro se transforman en una metalizada armadura de color amatista. No toda la armadura celestial suele ser dorada como los humanos creen. Así, mis seis alas de un negro azulado también metalizadas se despliegan ocasionando que aquella muchachita caiga de rodillas ante mi esplendor y, al mismo tiempo, hace que el resto de los testigos se percaten de mi presencia. No todos se asustaron; ya que, de acuerdo a su recompensa, puedo generar diversos sentimientos.

De los lados de mis cuerpos, unas largas y pesadas cadenas que se desprenden y los rodea a todos, por si deciden escapar. Sus pequeñas almas se aterrorizan por el ruido pavoroso que hacen. No puedo evitar sonreír, debido a su cobardía. Ayer eran tan valientes que hoy no lo recuerdan; pero al mismo tiempo siento pena por alguno de ellos. Desde el asfalto, un metalizado tronco gris se suspende en el aire y mi estrella de siete puntas con mi nombre en escrito en oro; “El que ayuda a Dios”, aparece en una lengua indescifrable para el público. Encima, el libro del camino de los muertos se abre para mí mostrándome hasta la última página escrita los nombres de los presentes y su destino. Detrás de mí, dos puertas aparecen, materializándose.  A mi derecha, se halla la más grande, con un semicírculo dorado en la parte superior y semicírculos de plata en los bordes junto a placas laterales, y en el centro de ella posee un cerrojo triangular. A mi izquierda, yace una pequeña puerta de madera pura y brillante, de colores primaverales con flores incrustadas.

Las cadenas se movieron formando un camino hacia la puerta pequeña. Parecen confundidos, pero comienzo a mencionar los primeros nombres que aparecen el libro y ellos, uno a uno, responden avanzando hasta colocarse enfrente de mí, de ese modo completan una pequeña fila. Entonces, del libro saco una de las llaves celestial y tomándola me dirijo a la puerta. La abro y aparecen dos de mis subordinados. Serafines, emocionados, cantando coplas de recibimiento por el gran festín que el día de hoy se celebrara en la casa de mi padre. Los presentes tomando las manos de mis pequeños hermanos y subordinados ingresaron al vistoso jardín que se veía a través de la abertura. Ellos, un poco menos de la mitad de los fallecidos, estaban felices. Todo el sufrimiento vivido había valido la pena. Nada más importaba ahora, ya se iban a vestir de rotunda paz y vida. Posteriormente, después de ingresar el último, la puerta sin mi esfuerzo se cerró. Los innombrados, asustados, iniciaron gemidos indecibles y amargos, querían que los dejara entrar por aquella puerta; pero ese tipo de petición a los muertos ya no le es posible. ¡Ay, cómo me duele el corazón! ¡Ay, cómo sufro! No obstante, solo hay una oportunidad para ir a ese lugar y se les otorga a los que se esfuerzan en vida.




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