Relatos de Medianoche

Ni en la Enfermedad Ni en la Muerte

Levantando la cucharilla, la traje hacia mi boca. Como pude, abrí mis labios introduciendo los alimentos que luego injerí. Él sonrió alegremente con ojos tiernos igual a la primera vez que nos conocimos. Y, al darme cuenta, había terminado de comer. Él se levantó, abrió la puerta suavemente; me observó y dijo antes de cerrarla detrás de él:

—Quédate tranquila. Ya regreso.

Recostada del espaldar, detallé las cicatrices que el fuego había dejado en mis manos. Esas imágenes acribillaron mi mente en una estela fugaz, una y otra vez, golpeándome. Pensé, si no me hubiese ido, si no hubiese peleado con él esa tarde, tal vez todo sería diferente. Toqué mi rostro con las yemas de los dedos; pero no hubo dolor, absolutamente ninguno, aunque estaba un poco blando.

Salí de la cama y busqué, busqué, busqué por toda la habitación un espejo; sin embargo, no lo hallé.

—Mario los escondió, supongo—pensé.

Salí de la habitación caminando lentamente y me comenzaba a arder la entrepierna, a pesar de que tenía puestas las vendas. Pero, quería verme en un espejo y recordé que en la sala había uno. Así que, con esa sensación desagradable, recorrí el pasillo hasta el final. No estaba. Solo cuadros y flores, sin espejo. Entonces, oí discutir a Mario en la entrada de la casa. No entendí sus palabras hasta que me acerqué. No me vio, ya que me escondí detrás del muro de la cocina que la separaba del comedor.

—La amo, mamá. Esto es solo una prueba, lo sé—repitió agitado y algo molesto. Lo supe por como paso su mano por su cabeza y el color rojo intenso de su piel—No me importa. Yo decidí. Es mi esposa y me necesita—dijo y colgó de golpe.

Regresé a mi habitación lo más rápido que pude, no quería que me viera levantada. Tuve suerte, no se dio cuenta. Comencé a llorar, sería difícil el regresar a como estábamos antes.  Cada lágrima que derramaba se sentía pesada y dolía más pese a las cicatrices que, las violentas llamas, me causaron. La puerta se abrió despacio. Mario se asomó y cuando me vio llorar, corrió hacia mí, arrodillándose.

—Pero, ¿qué pasó? —preguntó.

Traté de hablar, pero salió mi voz como un chillido, era lamentable. Se me humedecieron los ojos, ya no era fina y suave, sino chillona y agria.

—No… de…bes… pe…rder… tu… tiem…po…yo…no…soy… —hice una pausa larga. —mons…mons…tr…truo.

Arrugó el entrecejo al decir “monstruo”. No le gusto.

—No, nunca pero nunca, Tiffany, vuelvas a decir eso—me reprendió como un padre, dulcemente —Tú eres hermosa. La mujer más hermosa que yo he conocido. —Me abrazó sin reposar sus miembros encima de mí. No quería lastimarme.

» Sabes que no me enamoré por el físico. Eres inteligente, dedicada y decidida. A veces tan alegre como los pájaros en la mañana o triste y amargada como los días más lluviosos. Algunas veces, la vida nos hace perdernos, pero también nos hace hallar un mejor camino. Y cuando me casé contigo decidí amarte en la salud y en la enfermedad. Tu misma me dijiste una vez…, que yo no era normal, que era diferente y lo soy, no te voy a abandonar, no ahora.

Todas esas palabras hicieron eco en mi cabeza y fundamentos en mi corazón. No teníamos hijos y él tendría un futuro mejor sin mí, y yo no quería atarlo; pero él nunca, nunca me dejó. Los tratamientos no faltaron, ni las rehabilitaciones, ni las cizañas de algunos. No obstante, nos dimos cuenta quienes eran nuestros amigos y quiénes no.

Por eso, mis queridos hijos y bellos nietos, han pasado cincuenta y dos años de ese accidente. Y al haber enterrado a su padre y abuelo ayer, una parte de mi alma se quedó allí, en esa tumba. Créanme, sé duraré unos algunos días porque sin esa parte de mí, ya no hay nada más. La muerte no logrará lo que la enfermedad no pudo hacer, separarnos. Aunque, pasó solo un instante, sé que voy a su encuentro en cualquier momento. Mis niños no tengo miedo ahora, aquella vez estaba aterrada; solo que hoy, ansío que el ángel de la muerte venga para llevarme a donde está él.

El rostro de la multitud presente se llenó de lágrimas y sollozos. No dejaban de observar a la anciana de pie en el pulpito de la iglesia, donde realizaban la misa al difunto, y viéndola más sonriente que nunca comprendieron que esas serían sus últimas palabras.




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