Relatos de Medianoche

La Cinta Siniestra

A un cuarto para la seis de la mañana, se encuentra sentado sobre su cama Arnold, asustado, esperando a que ella toque a su puerta. Las manos le sudan y tiembla, sabe que ha tomado la mejor decisión o eso cree él.

—¿De qué me sirve ser sincero y amante de la verdad si de igual manera moriré como el resto? —piensa en un momento de duda. De un golpe, llena sus pulmones de aire y suelta un fuerte suspiro, empuña sus manos y, aunque quiere llora, detiene las lágrimas diciendo—Todos morimos, es ley de vida. Yo no lo puedo evitar, no soy eterno.

Observa el reloj analógico enfrente de su cama, solo ha pasado un minuto. Se levanta y se dirige al salón de su casa. No está casado, no tiene hijos ni mascotas. Vive solo y los únicos parientes que le quedan, unos hermanos que viven en Chiapas, que no le verán morir; aunque ya se despidió de ellos horas antes. Transcurre otro minuto, toma un sobre manila completamente sellado de la mesa central, se sienta en el sillón, donde solía ver sus partidos deportivos y medita sobre el momento en que decidió ser ingeniero informático y como se le abrieron las puertas para crear una carrera profesional en el conglomerado televisivo más importante y antiguo de la Ciudad de México.

Sabe que dentro del paquete yace una cinta de grabación y una nota escrita por él. Sonríe por las ironías de la vida. Él pudo evitar tener esa cinta de grabación en sus manos si hubiese escuchado a Manuel, su compañero de labores, quien en una nota solicitó que, por más deseos que tenga una persona de verla, no lo hiciera. No obstante, es lógico pensar que la cinta estaría junto a la nota que Manuel escribió al morir; pero por mucho que la policía la buscó, no la encontró. No estaba y no era posible que la cinta regresara por si sola a la sala de archivos del canal. No era posible, eso lo creía Arnold al principio hasta que exigió una explicación a sus compañeros sobre la grabación de su vida íntima en el pequeño apartamento de soltero en el cual había sido invadido tal como le pasó a Manuel.

Dos minutos más y a Arnold se le escapa una lágrima, recorre su mejilla. Se siente frustrado, no puede hablar ni contarle al mundo la verdad de su desgracia. Eso es lo que quiere ella, que se cuenta la verdad de su muerte; pero el que tiene dinero, no tiene el poder ni el control del mundo ni la justicia, solo es el bufón que da alegría a las vidas de los opulentos. Por un instante, se reclama por no haber escuchado a Manuel. Este había salido gritando toda clase de insultos aquel día y acusó al personal de grabación por haber invadido su privacidad. ¡Qué broma de mal gusto! Por supuesto, a Arnold le causó risa. ¿Qué loco se complacería en arruinar la vida de Manuel, el cual no tenía una vida placentera como la de los altos ejecutivos del canal televisivo? Era incomprensible. No obstante, su cambio de actitud los dos días siguientes, ahora lo entiende.

Examina el reloj de su muñeca, le quedan siete minutos y recuerda la última vez que vio a Manuel. Fue justo hace dos semanas cuando regresaba a la sala desde el despacho de los jefes. Estaba molesto y asustado o, así lo percibió Arnold.

—¿Qué pasó? —le preguntó ante la palidez de su rostro.

—Ellos lo hicieron—respondió—ellos la mataron y van por mí.

—¿A quién mataron? Y ¿quién va por ti? —indagó.

Manuel no respondió. Éste en silencio tomó sus cosas personales, se disponía a salir de allí; pero antes de hacerlo dijo:

—Nunca veas esta cinta—mostró la cinta de grabación. Algo en específico llamo la a atención de Arnold, tenía por nombre unas cuantas equis.

Arnold trató de tomarla, Manuel se lo impidió metiéndola en la mochila, para luego dar un gritó:

—¡No! No dejaré que te pase nada.

Y salió como alma que lleva el diablo. Arnold completamente mudo, no lo siguió e, incluso Brayan, el jefe del departamento, entró preguntándole qué le sucedía a Manuel. Arnold no dijo nada ni él mismo lo entendía.  Pero quién pensaría que al día siguiente encontrarían a Manuel muerto por un impacto de bala que entró por su boca y que salió por su cabeza, llevándose sus sesos. Y que, además, encontrarían una nota diciendo: “… Pase lo que pase, no vean está cinta, la cual tiene una violación; pero por el bien de mi familia no puedo decir quién es o quienes lo cometieron. Perdónenme, pero esto es todo lo que puedo contar de la verdad. Perdón, Analuna…”.

Arnold sabe lo que tiene que hacer, ya solo le quedan cuatro minutos. Recuesta su cabeza en el espaldar del sillón, emite otro rotundo suspiro. Coloca de nuevo el paquete sobre la mesa y toma su Pardus calibre 12, la pasa de un lado a otro recordando la vez que vio el video. ¡Qué desagradable video! Quién diría que unos hombres con todo el dinero del mundo, quienes puede tener todas las mujeres que quieran, grabaron a esa mujer en plena violación y la estrangularon, dejando la mayor evidencia en esa sala. Ellos con su poder cambiaron la historia y contaron que Analuna Espinoza presentadora de noticias de los 70 sufría de depresión y por eso se suicidó en aquellos años. ¡Mayor mentira! Puesto que, cortándola en pedazos, la desaparecieron del planeta. No obstante, entiende a Manuel, no puede hablar. Sus hermanos, sobrinos y toda persona alrededor de él, está en peligro, incluso su misma vida. En solo tres días analizó todas las posibilidades de sobrevivir, no existe ninguna. Entregarse a sus jefes y contar la verdad, callarse y entregarse a Analuna o hacer lo mismo que hizo Manuel, volarse la cabeza. La duda se presenta, no quiere hacerlo; pero solo le quedan dos minutos.




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