Relatos de Medianoche

Mi amigo Imaginario

Me llamo Mariana y quiero contarte mi experiencia con un amigo que tuve en mi infancia. No era un buen amigo en realidad, pero fue el único que tuve por una larga temporada y, al darme cuenta de sus intenciones, tuve miedo. Y así, él desapareció de mi vida. Fue demasiado peligroso, no solo para mí; sino para mi familia. Cuando era pequeña, como a la edad de 8 aproximadamente, mi padre viajaba mucho de un país a otro. Papá era arquitecto, por eso nunca nos quedábamos mucho tiempo en un lugar y junto a mi madre, una ama de casa, y mi hermano, un chico todo desaliñado, pero que se le daba bien tener buenas relaciones sociales. No sé cómo las hacía, pero en donde llegábamos siempre dejaba un amigo del cual le costaba desprenderse. Nos mudamos de Nueva Jersey a las afueras de Barcelona cuando tenía 9, nos quedamos allí como 6 meses, en una casa que, raramente, tenía un ático. Digo raro; por la excentricidad de mi padre, que colocaba espacios innecesarios a las casas. No obstante, no me quejo puesto que, en ese lugar, tuve esta experiencia que nunca olvidaré, aunque es lo preferible.

En aquel tiempo, vivíamos en una casa ruidosa, colorida y demasiado grande para cuatro personas. Ese verano, me la pasé encerrada prácticamente en mi habitación debido a una compleja enfermedad, sin nombre, por cierto, que cada vez se ponía peor. Fiebre, mucosidad, dolores de cabeza, temblores y delirios. De repente, las discusiones de mis padres se hicieron más predominantes, ya que mi madre reclamaba a papá por lo que me sucedía. Así que, sin que ellos se dieran cuenta, me la pasaba llorando en mi cuarto casi todo el tiempo. Me sentía culpable y, peor, cuando mi hermano me lo recriminaba constantemente.

Mientras fueron transcurriendo los días, mis padres se dieron cuenta de que no mejoraba. Me llevaron al médico una y otra vez, y cada vez que me hospitalizaba yo mejoraba de repente; pero al darme el alta y regresaba a casa, me enfermaba de nuevo. Algo extraño, según mi madre; puesto que ella decía que en la casa había algún contaminante del cual yo era alérgica. Mi padre por supuesto lo refutó con las innumerables inspecciones que hacía el mismo. Fue entonces que, en esos días, mi amigo apareció en mi habitación. Me sentía cómoda con él por lo cual le dejaba estar prácticamente todo el día, todos los días en mi habitación. A mí nunca me pareció extraño la promesa que le tuve que hacer. Si mal no recuerdo se trataba de no decirle a mi madre sobre sus visitas; ya que, probablemente, ella se asustaría y no nos dejaría vernos. Yo no quería eso, él me siempre me animaba y me hacía sonreír. No sé cómo explicarlo, pero tenía algo que me inspiraba confiar en él.

Un niño de gentil y moreno semblante; aunque de ojos azules, también tenía mi misma estatura. Recuerdo que lo vi por primera vez antes de que empezara mi enfermedad, dentro del armario. Estaba de rodillas y llorando cuando lo vi. No tuve miedo, simplemente verlo allí me impulso a acercarme y hablarle. Sin embargo, noté que algo no estaba bien, estaba pálido y tocia con ronquidos, como eso cuando hay catarros en los pulmones. Quise llamar a mi mamá; pero recordé que había salido un momento. De esa manera, me acerqué a él y toqué su frente como mamá lo hacía conmigo, tenía fiebre. Le pregunté si se encontraba bien, el cual él me respondió: “Ahora sí, ya me siento bien”, y me sonrió. Así fue como todo empezó. Él cada día mejoraba, cada vez que aparecía en mi cuarto se veía más vivo mientras que yo enfermaba. Cuando me llevaban al hospital y regresaba, era él quien se volvía a enfermar; pero de nuevo regresaba su vitalidad cuando yo enfermaba.

Un día, papá llegó muy tarde a casa. Estaba ebrio y eso no le agrado a mi madre para nada, ya que le dijo del mal del cual se moriría y todo por el mismo motivo, yo. Yo era la culpable, porque mi fiebre se había mantenido en 40°, a pesar de haber tomado tantos medicamentos para controlarla. Mi amigo estaba a mi lado, hable varias veces con él sobre cómo me sentía, él me tomó de la mano y me decía que iba a mejorar, que pronto iba acabar todo. Yo confiaba en él y esas mismas palabras se las conté a mi mamá; pero con todo el despelote que se formó esa noche, pude entender que no me creyó. Desilusionada, me encerré en mi habitación y sentada sobre la cama empecé a llorar. Él se sentó a mi lado, me miró y me repitió que todo se solucionaría de una forma u otra. Me pidió ir a la azotea de la casa. Y si, tenía una. No obstante, mi madre había cerrado la puerta con llave y la había escondido, esto con el fin de que ninguno de sus hijos dañase los trabajos de su esposo.

Salí de la habitación y me dirigí al pasillo donde se encontraba, pasé por las escaleras y vi a mi mamá sentada en el borde, llorando. Mi hermano estaba a su lado, abrazándola. No me escucharon. Yo continué hasta llegar a la puerta que, por cierto, estaba abierta. Subí las escaleras para llegar al piso, todo estaba en su lugar, muy propio de mi padre, el hombre más ordenado del mundo. En fin, había una ventana grande o, tal vez, para mi edad se veía de ese tamaño. Era corrediza, yacía abierta. Por ella entraba un frio viento que rozó mi rostro. Mi amigo se posó a mi lado y examinando la altura, me enseñó la única forma de acabar con todo. Estaba débil, mareada y, aunque lo vi demasiado alto, no tuve miedo de avanzar. Estaba cansada de lo mismo. Me acerqué al pie de la ventana, volví a ver la distancia que me separaba del suelo, esa vez no era tan larga. Se había acercado para mí.

Mi amigo sonrió de una forma que nunca le había visto, algo diferente. En su mirada se notaba el deseo malicioso de empujarme, se mordía las uñas ansioso. No lo entendí, pero después de tantos años repasando una y otra vez la misma memoria, aprendes varias cosas. Entendí que lo que buscaba aquel sujeto era mi muerte y que quizás él viviría debido a eso. Y no saben lo agradecida que estoy porque mi padre logró arrebatarme de aquel encuentro. No me regaño, no dijo nada. Solo vi a mi padre sumamente asustado mientras que mi amigo estaba furioso, tanto que se transformó en algo aterrador. Puede que sea absurdo, pero entré en crisis. No sé cómo explicarlo, de repente un niño se convirtió en una mancha negra y luego en una bestia que se derretía, y que por señas me declaraba la guerra por no haber muerto. Papá me sacó de la casa esa noche y me llevó a un hotel, tal como lo había indicado mi madre anteriormente. Desde esa noche, empecé a mejorar sin tomar medicamento y pese a que mi padre no era creyente, no regresamos más a ese lugar. El vendió la casa y nos mudamos a Sevilla donde continuó con su trabajo; aunque investigaba el origen de las construcciones. Después de eso, no se habló más del tema, no obstante, revisando los documentos de papá después de su funeral descubrí que en esa casa se realizó un culto satánico donde una pareja entregó a su hijo más pequeño con el fin de obtener lo que más valoran los seres humanos, la inmunidad a la muerte. ¡Qué idiotas fueron! Puesto que una semana después murieron quemados en esa casa. Ciertamente la biblia dice “probad los espíritus, puesto que hay demonios que se disfrazan de ángeles de luz”.




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