Nunca olvidaré la primera vez que puse un pie en el hospital psiquiátrico de San Miguel. El edificio, un monstruo de ladrillos grises y ventanas alargadas, se alzaba entre la niebla como un guardián silencioso de secretos que no estaban destinados a ser descubiertos. Era 1978, y yo, recién graduada, había conseguido mi primera guardia nocturna.
Apenas crucé el umbral, el aire pesado me golpeó como un recordatorio: aquí se respiraba historia y miedo, en dosis iguales. Mis zapatos resonaban en los pasillos desiertos, un eco que parecía burlarse de mi inexperiencia. Me guiaba la tenue luz de las lámparas fluorescentes, que parpadeaban intermitentes, como si dudaran de encenderse del todo.
El hospital estaba dividido en varios pabellones, cada uno dedicado a distintos tipos de pacientes. Lo que más me llamó la atención fue el número 13, grabado en una placa de bronce en la puerta de uno de los extremos del corredor principal. Me dijeron que estaba clausurado desde hacía años, después de un incidente que nunca mencionan con claridad. Los rumores eran suficientes: gritos que se escuchaban por la noche, desapariciones inexplicables, incluso una historia que contaba que un paciente había muerto dentro de la pared de una de las habitaciones.
—No vayas por allí —me advirtió Marta, la enfermera a cargo de la guardia—. No es un lugar para curiosos.
Su mirada, cargada de advertencia, me dio un escalofrío que recorrió mi espalda, pero algo en mí… una mezcla de miedo y curiosidad, me impulsaba a mirar más de cerca. Era como si el pabellón me llamara con un susurro apenas audible, justo por debajo del murmullo de las lámparas.
Esa primera noche transcurrió lentamente. Mis tareas eran rutinarias: revisar pacientes, anotar signos vitales, asegurarse de que nadie estuviera en peligro. Sin embargo, algo en el aire me mantenía inquieta. Cada puerta cerrada parecía esconder secretos, y cada sombra parecía moverse por voluntad propia. El hospital, a pesar de su silencio, estaba lleno de voces: un susurro detrás de un pasillo, un golpe que nadie reconocía como mío, un roce que sentía en la nuca pero al girarme no encontraba nada.
La guardia avanzaba y la soledad del pabellón me resultaba abrumadora. Marta se había retirado a su oficina y yo quedé sola en la sala de enfermeras, tratando de mantener la calma. Fue entonces cuando escuché un ruido distinto, uno que no pertenecía al hospital: pasos arrastrados, lentos, que parecían acercarse desde el extremo del pasillo. El corazón me latía con fuerza, y mi mente me advertía que debía ignorarlo, que seguro era un paciente o un mecanismo viejo del edificio.
Sin embargo, la curiosidad ganó. Me acerqué, siguiendo los sonidos, hasta quedar frente a la puerta del pabellón 13. La cerradura estaba intacta, pero la puerta, curiosamente, no estaba totalmente cerrada. Una rendija dejaba escapar un rastro de oscuridad que parecía tragar la luz de la linterna que llevaba en la mano. Mi respiración se volvió pesada, y una sensación de vértigo me obligó a dar un paso atrás.
—Solo un vistazo —me dije—. No puedo quedarme sin saber.
Empujé la puerta lentamente. El chirrido que emitió me hizo estremecer, pero no había vuelta atrás. El pasillo interior del pabellón 13 era estrecho, con paredes desconchadas y manchas de humedad que parecían formarse con intención. Cada puerta lateral estaba cerrada, pero entre los rendijas se percibía una oscuridad viva, como si algo respirara detrás de ellas.
Avancé con cautela, escuchando el eco de mis propios pasos. De repente, un susurro me hizo congelar. No era un viento; era una voz, apenas audible, que pronunciaba mi nombre. “No deberías estar aquí…”
Mi corazón dio un vuelco. Intenté racionalizarlo: mi imaginación, la tensión, el cansancio. Pero cuando volví la vista hacia la primera puerta, la manija se movió levemente, como si alguien ,o algo, la hubiera tocado desde dentro.
—Marta… —llamé con voz temblorosa—. ¿Hay alguien ahí?
El silencio fue absoluto, salvo por aquel susurro que parecía multiplicarse en las paredes. Avancé unos pasos más y sentí un golpe frío en la nuca, como si una mano invisible hubiera rozado mi cabello. Me giré bruscamente, pero no había nadie. Solo el pasillo, oscuro y silencioso.
Decidí que ya era suficiente y me dispuse a volver a la sala de enfermeras. Pero algo cambió. La puerta por la que entré, la del extremo del pabellón, ya no estaba allí. En su lugar, un muro blanco, impecable, como si el pasillo se hubiera reconfigurado mientras no miraba. Mi respiración era un rugido en mis oídos y las lámparas parpadeaban con furia.
Sentí entonces que algo me seguía. Un arrastre, un susurro, un roce que no podía identificar. Cada paso que daba para alejarme parecía alargar el corredor, como si el pabellón se extendiera infinitamente. La tensión me consumía. Empecé a correr, chocando con puertas cerradas que antes estaban abiertas, escuchando mi nombre repetido con un eco creciente.
En un momento, creí ver una figura al final del pasillo: un paciente, cubierto por vendas y con la mirada vacía, que se desvaneció en el aire cuando me acerqué. El miedo me dominó completamente. Tropecé, me levanté, y por fin llegué a la escalera que conducía a la salida. Pero al mirar atrás, el pasillo parecía aún más largo, y el susurro se convirtió en un grito que me atravesó los huesos:
—¡Vuelve!
Y justo en ese instante, sentí algo que nunca había sentido: el frío absoluto de la muerte rozando mi espalda.
No podía quedarme allí. Sabía que debía salir… pero el pabellón tenía otros planes.
El frío que había sentido en la espalda me recorrió como un relámpago. Mis piernas parecían obedecerme y al mismo tiempo no, como si cada paso que daba fuera sobre un terreno movedizo, sobre una sustancia invisible que intentaba arrastrarme hacia el corazón del pabellón. El eco de mi respiración se mezclaba con los murmullos, como si cientos de voces me rodearan, susurrando secretos que no debía oír.