Nunca pensé que un simple regalo pudiera cambiar tanto mi vida, hasta que llegó aquel domingo. Tenía doce años, y mi madre regresó de un pequeño comercio de antigüedades que se encontraba al final de la calle con algo envuelto en papel marrón. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa que no supe interpretar: mezcla de alegría y cierta cautela.
—Es para ti —dijo, entregándome el paquete—. Pero ten cuidado, cariño… Dicen que estos muñecos guardan secretos.
Lo abrí con cuidado, y allí estaba: un muñeco de trapo, de apariencia antigua, con ojos negros brillantes que parecían observarlo todo. Su ropa estaba un poco desteñida, pero impecablemente cosida; sus pequeñas manos de tela parecían rígidas, como si estuvieran siempre a punto de tomar algo. Lo coloqué en la estantería junto a mis libros y peluches, sin entender la sensación que me recorrió: un escalofrío leve, un cosquilleo que me hizo erguir la espalda por un instante.
Esa noche, desperté con un ruido leve, un susurro casi imperceptible que me hizo abrir los ojos de golpe. El muñeco no estaba en la estantería. Lo busqué con la mirada, temblando ligeramente, y lo encontré al borde de mi cama, con los ojos fijos en mí. Mi corazón dio un vuelco.
—Debe ser mi imaginación —susurré—. No puede moverse solo.
Pero cada domingo siguiente sucedía lo mismo. Por la noche, cuando la casa estaba en completo silencio, el muñeco aparecía en lugares distintos: sobre la silla del escritorio, al borde de la ventana, incluso sobre mi almohada. Cada aparición me helaba la sangre. Y cada vez que lo encontraba, sentía la misma mirada penetrante, como si algo dentro de él me evaluara, estudiara, midiera cada pensamiento y cada miedo.
Mis intentos de explicárselo a mi madre fueron en vano. Siempre sonreía con paciencia y decía que probablemente era producto de mi imaginación. Yo quería creerle, pero sabía que lo que sentía era real. Sentía que había algo dentro del muñeco, algo que no debía estar allí, algo que me estaba observando y aprendiendo de mí.
Una tarde, mientras mis padres estaban fuera, tomé el muñeco y lo llevé a la sala. Lo coloqué sobre la mesa, observándolo desde todos los ángulos. Descubrí algo que no había visto antes: sus ojos parecían moverse, siguiendo cada uno de mis movimientos, aunque yo no los moviera. Intenté reírme, diciéndome que era solo un efecto de la luz, de las sombras, del cansancio; sin embargo, cada vez que lo miraba, sentía que algo invisible se expandía en la habitación, como un aire denso y pesado, lleno de intenciones.
Esa noche decidí enfrentar el miedo. Coloqué el muñeco sobre mi cama y me senté frente a él, manteniendo la mirada fija:
—¿Quieres decirme quién eres? —pregunté con voz temblorosa—. ¿Qué quieres de mí?
Nada ocurrió al principio. Pero cuando cerré los ojos un instante, sentí un susurro, apenas audible:
—Ven…
Abrí los ojos de golpe. El muñeco seguía inmóvil, pero sentí que su presencia se intensificaba, que el aire alrededor de él vibraba con algo desconocido. El miedo se apoderó de mí como una ola fría. Intenté gritar, pero mi voz no salió; todo lo que podía escuchar era mi respiración agitada y el eco de ese susurro.
Los domingos posteriores, la situación escaló. No solo se movía: dejaba pequeños mensajes escritos, diminutos papeles que aparecían debajo de mi almohada o sobre mi escritorio. Las palabras siempre eran las mismas:
"No lo olvides. Te estoy mirando."
Intenté contárselo a mis padres, pero cada vez que les mostraba los papeles, desaparecían sin dejar rastro. Incluso intenté deshacerme del muñeco: lo arrojé al basurero, lo escondí en el armario, lo llevé fuera de la casa. Nada funcionaba. Cada domingo regresaba, siempre a la misma hora, sentado sobre la cama, mirándome con esos ojos negros, implacables.
Comencé a notar cambios en mí misma. Me despertaba sobresaltada varias veces por la noche, sudando, sintiendo que alguien respiraba cerca. Mis amigos empezaron a notar mi irritabilidad y mis miedos repentinos. Mi madre me observaba con preocupación, sin entender que no era imaginación lo que me aterrorizaba, sino la presencia viva que habitaba ese muñeco.
Un domingo particularmente oscuro, decidí que debía descubrir la verdad. Armé una especie de ritual improvisado: coloqué velas alrededor del muñeco y sostuve un espejo frente a sus ojos. Quería ver si detrás de ellos había algo, cualquier indicio de vida. Pero lo que vi me congeló: una sombra oscura y retorcida, como un reflejo deformado de mi propia figura, emergió de los ojos del muñeco y pareció rodearme, rodear la habitación.
Intenté gritar, pero de nuevo la voz me abandonó. La sombra se movía con intención, y sentí un tirón en mis brazos, como si algo invisible los arrastrara hacia la cama. Mi corazón latía con fuerza descontrolada, y por un instante me pregunté si había sido un error recibir ese regalo.
Durante los días siguientes, cada domingo se volvió más pesado. El muñeco no solo aparecía en la cama: ahora lo encontraba en lugares imposibles, sobre mi escritorio mientras escribía tareas, en la cocina mientras desayunaba, incluso una vez dentro del armario de ropa de mi madre. La sensación de ser vigilada se volvió insoportable. Cada sombra, cada sonido, cada movimiento en la casa me hacía mirar hacia él, esperando verlo allí. Y siempre estaba, con los ojos fijos, esperando, calculando.
Intenté romperlo con tijeras, con fuego, con agua. Cada intento fallido aumentaba mi desesperación. Hasta que un domingo, por fin, cedí. Me senté frente a él, con el cuerpo temblando, y susurré:
—Está bien… ven por mí.
Sentí cómo el aire se volvía más denso, cómo la habitación parecía contraerse, cómo algo invisible me tocaba, acariciaba, arrastraba hacia un abismo que no podía comprender. Y entonces escuché el susurro más claro de todos:
—Te estaba esperando.
Cerré los ojos. Cuando los abrí de nuevo, el muñeco estaba en la estantería, como si nada hubiera pasado. Pero su mirada… esa mirada que parecía seguir cada uno de mis pensamientos… permanecía.