Desde que era niño, los cementerios siempre me habían dado miedo. No el miedo común a la muerte, sino un miedo profundo a los lugares donde las almas parecían quedarse, donde los secretos se acumulaban entre las lápidas y los cipreses. Por eso, cuando acepté el trabajo como ayudante del guardián del cementerio de San Lorenzo, muchos de mis amigos pensaron que había perdido la cabeza. Yo solo sabía que necesitaba el dinero, y la soledad del lugar me atraía más de lo que podía admitir.
El cementerio estaba en las afueras del pueblo, rodeado por un muro de ladrillos cubierto de hiedra. La puerta principal era de hierro oxidado, con bisagras que crujían cada vez que las movía. El guardián, un hombre viejo llamado Don César, me recibió con una mirada que parecía atravesarme.
—No te acerques al sector norte —me advirtió—. Allí no entran ni los perros.
No entendí en ese momento por qué decía eso. El sector norte estaba lleno de tumbas antiguas, algunas olvidadas, otras cubiertas de musgo, con nombres que nadie recordaba. Don César nunca me explicó más. Solo me dejó con las llaves y se fue, como si mi llegada ya hubiera activado algo que debía permanecer dormido.
Mi primera noche comenzó tranquila. Paseaba entre las lápidas, revisando que las flores estuvieran en su lugar, recogiendo hojas secas y asegurándome de que no hubiera intrusos. El viento movía las ramas de los árboles y producía un sonido que parecía un susurro constante, casi como si alguien me hablara desde la oscuridad.
Fue alrededor de la medianoche cuando lo vi por primera vez: una silueta oscura, alta y delgada, con un sombrero que le cubría el rostro, de pie entre las lápidas del sector norte.
No parecía un ladrón ni un vagabundo; algo en él era demasiado inmóvil, demasiado silencioso. Intenté acercarme, pero cuando di un paso, desapareció. Solo quedaba la sensación de que me estaba observando, y el olor a tierra húmeda y a humedad intensa llenaba el aire.
Esa noche no dormí. Cada sombra me parecía más larga, cada ruido más cercano. Cuando el viento movía las ramas, creía escuchar pasos que no coincidían con los míos, y a veces, un susurro que decía mi nombre, bajito, tembloroso, pero firme.
Los días siguientes, el patrón se repitió. Cada noche, la silueta aparecía en distintos lugares del sector norte, siempre observando. Intenté hablarle, preguntarle quién era, qué quería, pero nunca respondía. Solo permanecía allí, inmóvil, como un espectador de mi vida.
Una noche, mientras revisaba las tumbas más antiguas, encontré una lápida que nunca había visto antes. Estaba cubierta de hiedra, con el nombre apenas legible: “Héctor Ramos, 1892-1912”. Lo curioso era que la fecha coincidía exactamente con cien años atrás, según los registros del cementerio. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Había algo en esa tumba que me resultaba familiar, aunque no podía recordar qué.
Decidí volver al día siguiente con herramientas para limpiar la hiedra y examinar mejor la tumba. Mientras trabajaba, escuché de nuevo aquel susurro:
—Vuelve…
Me giré, pero no había nadie. Solo la sombra de los cipreses moviéndose con el viento. Una sensación de opresión me envolvió. Por primera vez comprendí que el cementerio no estaba vacío, y que había algo que no quería que me fuera.
Con cada jornada, comencé a notar detalles inquietantes: pequeñas piedras apiladas en lugares imposibles, marcas recientes sobre tumbas que parecían olvidadas, y, lo más perturbador, huellas de pies mojados que aparecían en la tierra sin explicación alguna. Cada noche, cuando regresaba a la caseta, el corazón me latía con fuerza y la sensación de ser observado persistía.
Una noche decidí enfrentar lo que fuera que me rondaba. Llevé una linterna, una cámara y un cuaderno. Quería documentar lo que ocurría. Caminé hacia el sector norte, y la silueta apareció a lo lejos, como siempre. Esta vez decidí avanzar, manteniendo la linterna fija sobre ella. Cada paso que daba hacía que el viento pareciera moverse en mi contra, como si intentara empujarme fuera del camino.
Mientras me acercaba, escuché pasos detrás de mí, leves y arrastrados. El aire se volvió más denso, más pesado, y sentí un frío que me calaba los huesos. Cada lápida parecía inclinarse, las sombras se alargaban y retorcían. La silueta no se movía, pero percibía su atención fija sobre mí. Mi respiración se aceleró, y cada fibra de mi cuerpo pedía huir.
Finalmente llegué a la tumba de Héctor Ramos, y al mirar de cerca, noté algo que me heló la sangre: un grabado en la piedra que no estaba en los registros, una frase que decía:
"El que me observa se convierte en lo que vigila."
El aire se volvió más pesado, y sentí un escalofrío que me recorrió de pies a cabeza. La silueta estaba detrás de mí, aunque no podía ver sus rasgos. Un susurro surgió del viento:
—Ahora eres parte…
Sentí un golpe en la espalda, leve, pero suficiente para hacerme perder el equilibrio. Caí de rodillas sobre la tierra húmeda, y cuando levanté la vista, la silueta desapareció. Pero no había duda: algo había quedado dentro de mí, algo que ahora me vinculaba al cementerio de manera irrevocable.
Las noches siguientes fueron un tormento. Cada sombra parecía moverse de forma consciente; cada sonido nocturno me hacía mirar hacia el sector norte. Incluso cuando intentaba dormir en la caseta, sentía que la presencia me acompañaba, susurrándome secretos de un pasado que no conocía, hablándome de cosas que solo alguien que había cruzado cien años podía saber.
Para comprender mejor, comencé a investigar la historia de Héctor Ramos. Descubrí que era un joven que murió en circunstancias misteriosas, y que se decía que su espíritu permanecía en el cementerio, protegiendo algo que nadie debía encontrar. Las historias del pueblo hablaban de desapariciones, de visitantes que nunca regresaban, y de un guardián original que vigilaba sin descanso. Cada relato aumentaba mi miedo, pero también mi fascinación: necesitaba comprender qué vínculo tenía con todo eso.