Nunca había sido de esas personas que buscan aventuras peligrosas. Pero aquel verano de 1978, con las calles del pueblo vacías y el calor asfixiante, sentí la necesidad de encontrar algo que rompiera la monotonía. Mis amigos hablaban de exploraciones urbanas y de lugares abandonados, y fue así como escuché por primera vez sobre el hospital de San Rafael, cerrado desde hacía más de veinte años. La gente decía que estaba maldito, que quienes entraban escuchaban gritos, lloros y que algunos nunca volvían a salir.
Al principio no les creí. Pensé que eran historias para asustar a los niños y entretener a los adolescentes curiosos como yo. Pero cuanto más escuchaba, más me sentía atraída por aquel edificio. Había algo en su abandono, en los cristales rotos y en la hierba que invadía los pasillos, que me llamaba.
El hospital estaba en la periferia del pueblo, rodeado por un jardín que había sido hospitalario en tiempos de gloria, ahora reducido a maleza y árboles secos. La fachada era de ladrillo gris, con ventanales rotos que dejaban ver un interior sumido en sombras permanentes. La puerta principal estaba cerrada, pero encontré una pequeña entrada lateral, medio oxidada, que cedió cuando empujé. Un olor a humedad y a óxido me golpeó inmediatamente.
Mis primeras horas dentro fueron de exploración cautelosa. Los pasillos crujían bajo mis pies, y la luz de mi linterna se reflejaba en charcos oscuros. Cada habitación parecía más silenciosa que la anterior, como si el edificio mismo contuviera la respiración. Las paredes estaban cubiertas de grafitis y polvo; los antiguos letreros de salas y quirófanos apenas eran legibles. Aun así, no sentí miedo. Al menos, no todavía.
El primer indicio de que no estaba sola llegó cuando llegué al ala de maternidad. La puerta, que debía estar cerrada, estaba entreabierta. Empujé suavemente y escuché un leve susurro. Giré la cabeza y no vi a nadie, pero sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Algo me empujaba a entrar, a descubrir lo que había allí dentro. La habitación estaba vacía, pero en el aire flotaba un aroma extraño, una mezcla de rosas marchitas y desinfectante viejo. Entonces escuché de nuevo el susurro:
—No debiste venir…
El sonido parecía surgir de las paredes mismas. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, pero, extrañamente, no quise salir. Mi curiosidad me mantenía allí, pegada al suelo, temblando, pero firme.
A partir de esa noche, las cosas se intensificaron. Cada vez que exploraba el hospital, sentía una presencia que me seguía. Susurros que decían mi nombre, puertas que crujían sin viento, sombras que parecían moverse a mi alrededor. Una noche, mientras revisaba los antiguos quirófanos, vi algo que me heló la sangre: una figura espectral de una enfermera, con el rostro cubierto por un velo, observándome desde la esquina más oscura de la habitación. Quise gritar, pero mi voz no salió. La figura desapareció, dejando tras de sí un olor a flores marchitas y a miedo puro.
Investigué la historia del hospital.
Descubrí que durante los años 50 y 60, el lugar había tenido numerosos incidentes: pacientes desaparecidos, accidentes inexplicables, e incluso rumores de experimentos médicos no autorizados. Una enfermera, según los registros, había muerto trágicamente en uno de los quirófanos, y desde entonces se decía que su espíritu vagaba, buscando justicia. Cada detalle que leía aumentaba mi ansiedad, pero también mi fascinación. No podía dejar de pensar en lo que había dentro de aquel hospital.
Decidí documentarlo. Compré una cámara y un cuaderno. Cada noche, grababa y escribía lo que sucedía: sombras que se movían, susurros en los pasillos, objetos que cambiaban de lugar. Pronto noté un patrón: los sucesos más intensos ocurrían cerca de los antiguos quirófanos pediátricos y en la ala norte, la zona más deteriorada del hospital.
Una noche, decidí subir al tercer piso, el área de pediatría. La escalera estaba débil y cada paso resonaba como un golpe en mi pecho. Al llegar, la oscuridad era casi total, solo iluminada por la luz de mi linterna. Fue allí cuando escuché los llantos de niños, suaves al principio, luego más fuertes, desesperados. Giré la linterna y vi muñecos antiguos, algunos en cunas rotas, otros sobre estantes polvorientos. Sus ojos parecían seguirme, y cuando me acerqué a uno, sentí que un hilo invisible me tiraba hacia él.
—Vete… —susurró una voz femenina, cercana y urgente.
Intenté retroceder, pero el piso crujió y sentí un empujón invisible que me hizo caer sobre los muñecos. Cuando me incorporé, uno de ellos estaba a mi lado, aunque yo no lo había movido. Sus ojos, antes opacos, brillaban con un reflejo enfermizo. El miedo me paralizó. Supe que algo estaba vivo allí, algo que no quería que me fuera.
A partir de esa noche, cada visita al hospital fue más intensa. Las presencias se volvían más activas: sombras que cruzaban los pasillos, susurros que llenaban mi mente, y los muñecos, que parecían multiplicarse, aparecer en lugares imposibles. A veces me despertaba en el hospital, sin recordar cómo había llegado allí. Mis amigos comenzaron a preocuparse por mi obsesión, pero yo no podía detenerme. Había una fuerza invisible que me atraía, que me empujaba a descubrir el secreto del hospital.
Una madrugada, mientras revisaba los registros antiguos en la oficina del director, encontré un diario. Pertenecía a la enfermera fallecida, y describía experimentos macabros con niños enfermos, buscando prolongar la vida de manera inhumana. El diario terminaba con una nota desesperada:
"Si alguien encuentra esto, no entren al ala norte. Ellos no descansan. Ellos esperan."
La advertencia me heló la sangre, pero no pudo detenerme. Esa misma noche fui al ala norte. Allí, el aire era más frío, más denso, y sentí un latido constante, como si el hospital mismo respirara. Vi los espectros de los niños, que me rodeaban, mirándome con ojos vacíos y suplicantes. Sentí que mi corazón se aceleraba, que cada respiración era un esfuerzo.