Nunca pensé que un teléfono podía aterrorizarme, pero aquel verano de 1979, en la vieja casa de mi abuela, lo descubrí. La casa estaba vacía desde hacía años; mis padres la habían heredado y, por alguna razón, me enviaron a quedarme sola durante un par de semanas mientras ellos se ocupaban de un viaje a la costa. Al principio todo parecía normal: el jardín estaba descuidado, las paredes tenían pintura descascarada, pero nada que me hiciera sentir miedo… hasta que sonó el teléfono a las 3:33 de la madrugada.
Recuerdo la primera vez con claridad. Me desperté por un ruido extraño, como un zumbido eléctrico que parecía recorrer la casa. Mi reloj de pared marcaba 3:33. Fue entonces cuando el teléfono, que estaba en la sala, comenzó a sonar. Me levanté con cautela, el corazón latiéndome a mil por hora, y contesté:
—¿Hola?
Silencio. Solo un susurro lejano, un murmullo ininteligible que me hizo estremecer. Colgué pensando que había sido una llamada equivocada o una broma. Pero a la noche siguiente, exactamente a las 3:33, volvió a sonar. Esta vez, el murmullo se transformó en una voz clara, femenina y agonizante:
—No deberías estar aquí…
Grité, dejando caer el auricular. Mi respiración era errática, y una sensación de frío intenso recorrió mi espalda. Intenté racionalizarlo: la casa era vieja, los teléfonos viejos crujían solos, la electricidad hacía ruidos extraños. Pero cuando el teléfono volvió a sonar, esa misma noche, supe que algo estaba completamente mal.
Decidí investigar la historia de la casa. Mi abuela había muerto hacía años, y según mis padres, nunca pasó nada extraño allí. Sin embargo, revisando algunos documentos antiguos, descubrí que en esa misma habitación había vivido una joven llamada Isabel, quien, según los registros, murió de manera violenta en 1972, justo en la noche de su cumpleaños. Algunos vecinos decían que se escuchaban gritos provenientes de la casa durante esa fecha, y que un teléfono que había en la sala sonaba solo a la misma hora, 3:33, desde entonces.
Esa noche, sentada en la sala, escuché de nuevo el teléfono. Tomé el auricular con manos temblorosas y dije:
—¿Quién… quién está ahí?
—Ayúdame… —susurró la voz, más clara que nunca.El pánico me envolvió. Quise salir corriendo, pero mis pies parecían pegados al suelo. La voz continuaba: —No puedo… descansar…
Decidí buscar pistas en la casa. Revisé cajones, armarios y el sótano. Allí encontré una caja antigua, cubierta de polvo, con cartas, fotos y un cuaderno de notas. El cuaderno pertenecía a Isabel. En él describía obsesiones con llamadas misteriosas, un hombre que la vigilaba y una presencia que la acechaba cada noche. La última entrada estaba incompleta, terminaba con un garabato de desesperación:
"Si escuchas esto, no contestes el teléfono. Ellos… no quieren que te vayas."
Intenté dormir, pero cada noche, exactamente a las 3:33, el teléfono volvía a sonar. La voz de Isabel no solo pedía ayuda; empezaba a contar cosas que no podía haber sabido: secretos de mi familia, detalles de mi vida, recuerdos que nadie había escuchado nunca.
Sentí que la línea del teléfono conectaba con otra dimensión, una donde Isabel estaba atrapada, y ahora me arrastraba con ella.
Un día decidí grabar la llamada con una vieja grabadora. A la medianoche, esperé. Cuando marcó 3:33, el teléfono sonó. Contesté y dejé que la grabadora corriera. La voz empezó a hablar, más desesperada que nunca, describiendo un ritual que la mantenía atada a la casa, un pacto oscuro que alguien había hecho para retenerla allí. Las palabras eran incomprensibles a veces, como si la voz se desmembrara entre lamentos y ecos del más allá.
Reproduje la grabación al día siguiente y escuché algo que me congeló: además de la voz de Isabel, otra voz más profunda y grave se unía, como un hombre que la estaba persiguiendo desde otra dimensión, atrapándola para siempre. El teléfono comenzó a sonar de nuevo, sin motivo, y la voz de Isabel susurró directamente al auricular:
—Corre… antes de que él te encuentre.
Mi corazón latía con fuerza, y comprendí que no podía salir de la casa sin enfrentar lo que allí habitaba. Las llamadas se volvieron más intensas, la voz de Isabel más desesperada, y la sensación de ser observada constante. Por las noches sentía pasos que no eran míos, sombras que se deslizaban por las paredes, muebles que se movían solos y un frío que atravesaba mi cuerpo.
Intenté destruir el teléfono, pero cada vez que lo hacía, uno nuevo aparecía sobre la mesa, siempre marcando 3:33. La casa misma parecía jugar conmigo, retorciéndose, oscureciendo cada habitación, llenándola de ecos de lamentos y susurros imposibles. La grabadora captó sonidos que no podían provenir de ninguna voz humana: gritos, cadenas arrastrándose, murmullos que se repetían infinitamente.
Una noche, decidí enfrentar lo imposible. Colgué el teléfono y dije con voz firme:
—Isabel, muéstrame cómo… cómo liberarte.
El aire se volvió denso. Una brisa helada me rodeó, y la linterna que sostenía temblaba. La voz respondió, esta vez más calmada, pero cargada de tristeza:
—Debes ir al sótano… allí comienza todo…
Con pasos temblorosos bajé al sótano. La oscuridad era absoluta, solo iluminada por la luz de la linterna. En un rincón, encontré un antiguo espejo cubierto por una sábana. Al retirar la tela, vi reflejada la silueta de Isabel, pálida y con ojos suplicantes. Detrás de ella, una sombra oscura y difusa me observaba, como esperando que cometiera un error.
—Hazlo… rápido… —susurró Isabel—. El pacto no puede continuar.
Mi pulso se aceleró. Sentí un tirón hacia el espejo, como si el tiempo y el espacio quisieran arrastrarme hacia esa otra dimensión. Tomé la grabadora y recité en voz alta las palabras que estaban anotadas en el cuaderno de Isabel: un conjuro antiguo, mezcla de súplicas y ruegos, destinado a romper la atadura entre la vida y la muerte.