Relatos De Medianoche

6. EL REFLEJO EN LA VENTANA

Nunca me gustó mirar por las ventanas de noche, sobre todo en otoño. Había algo en la forma en que la luz de las farolas se reflejaba en el vidrio que me inquietaba desde niña. Pero aquel año, 1977, me mudé a una vieja casa familiar en las afueras de la ciudad. Mis padres habían heredado la propiedad, y yo pasaría unas semanas sola mientras ellos resolvían asuntos en la capital.

La casa era antigua, de dos pisos, con maderas que crujían con cada paso y un patio trasero lleno de hojas secas. La habitación que me asignaron daba al jardín trasero, y la ventana estaba rota en una esquina, reparada apenas con cinta adhesiva. La primera noche no pasó nada extraño; solo el sonido del viento entre los árboles y algún que otro búho. No obstante, en la segunda noche, algo cambió.

Eran exactamente las 2:17 de la mañana cuando desperté sobresaltada. Sentí que alguien me observaba. La luz de la luna atravesaba la ventana rota y dibujaba sombras extrañas en la pared. Al girar la cabeza, lo vi: mi reflejo en la ventana no imitaba mis movimientos. Mi imagen permanecía quieta mientras yo respiraba agitadamente, paralizada por el miedo.

Intenté racionalizarlo: la luz, la posición de los árboles, un efecto del vidrio viejo. Pero cada noche, a la misma hora, el mismo fenómeno se repetía. Mi reflejo comenzaba a moverse por su cuenta, gesticulando, señalando lugares de la casa o haciendo movimientos que yo no podía reproducir. Al principio, traté de ignorarlo, pensando que estaba perdiendo la cabeza por la soledad y la ansiedad.

Una noche, decidí enfrentar lo imposible. Me senté frente a la ventana y hablé:

—¿Quién eres?

Mi reflejo sonrió, pero no de forma amistosa. Sus ojos eran más oscuros, profundos, y su sonrisa se extendía de manera antinatural. Un susurro salió de la ventana, una voz que parecía salir de otra dimensión:

Vine a buscar lo que es mío.

Sentí un escalofrío recorrerme toda la columna vertebral. La figura comenzó a moverse hacia mí, empujando los límites del vidrio, como si quisiera atravesarlo. Mi corazón latía desbocado, y la respiración se me cortaba. Intenté apartarme, pero mis pies parecían pegados al suelo. La voz continuaba, insistente:

Debes quedarte… para siempre.

En los días siguientes, el fenómeno se intensificó. Cada vez que la noche caía, mi reflejo me hablaba, contándome cosas imposibles de saber: secretos de la familia, detalles de mi infancia que yo misma había olvidado. Cada vez que intentaba mirar hacia otro lado, sentía que la figura me seguía, que su presencia se deslizaba por la casa como un hilo invisible, acercándose lentamente a mí.

Un día decidí investigar la historia de la casa. Descubrí que, hace más de veinte años, una mujer llamada Clara Mendoza había vivido allí. Se decía que practicaba rituales para prolongar la vida, obsesionada con capturar fragmentos del alma de los habitantes de la casa. Murió de forma misteriosa en la habitación que yo ocupaba, y los vecinos contaban que su espíritu había quedado atrapado en los reflejos de la casa, sobre todo en las ventanas y espejos.

Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché un golpe seco en la ventana. Mi reflejo apareció de repente, señalando hacia el espejo del pasillo. Caminé con pasos temblorosos hasta allí y lo que vi me heló la sangre: el espejo reflejaba otra habitación, un espacio que no existía físicamente en la casa. Dentro, Clara estaba allí, mirándome con ojos llenos de odio y deseo.

Ahora eres mía —susurró—. No escaparás.

Intenté retroceder, pero el suelo parecía temblar bajo mis pies. La luz se apagó y un silencio absoluto me envolvió. Sentí que la presencia se infiltraba en mi mente, en mis pensamientos, como si estuviera absorbiendo cada recuerdo y emoción. Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro, escuchaba su voz y sentía sus manos frías rozando mi piel.

Pasaron días en los que apenas dormía. La figura en la ventana ya no era solo un reflejo; aparecía en los rincones de la casa, en los espejos del baño, incluso en el cristal de los cuadros antiguos. Cada aparición venía acompañada de un frío intenso y de un aroma a tierra húmeda y flores marchitas.

Una noche, decidí enfrentarla de manera definitiva. Preparé velas, círculos de protección según lo que había leído en libros antiguos, y me senté frente a la ventana. La luna llena iluminaba el vidrio roto, y la figura apareció, más nítida que nunca. Sus ojos brillaban con malicia, y su sonrisa era grotesca.

No puedes detenerme —dijo—. Yo existo donde tú existes.

Recité un conjuro que encontré en los apuntes de Clara, mezclando súplicas y ruegos para liberar el alma atrapada. La figura se retorció, como si doliera, y un grito estremecedor llenó la casa. Las velas parpadearon, y sentí una presión intensa sobre mi pecho, como si alguien intentara arrastrarme hacia el otro lado.

Al final, un silencio absoluto inundó la casa. La ventana ya no reflejaba nada extraño, y la sensación de presencia se desvaneció. Respiré hondo, pensando que había terminado, que Clara finalmente había sido liberada.

Pero hoy, años después, cada vez que paso frente a un cristal antiguo o una ventana nocturna, siento un latido familiar detrás del vidrio. Y en ocasiones, exactamente a las 2:17 de la madrugada, escucho un susurro que me llama por mi nombre. Porque aunque creí que todo había terminado, Clara Mendoza aún existe, y su reflejo todavía me observa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.